miércoles, 27 de octubre de 2010

Occidente.

Después de un naufragio en costas portuguesas, salvando la vida agarrado al cuerpo abuhado de uno de sus compañeros de fragata durante treinta y ocho horas y doce minutos, el cuerpo de salvamento marino lo lleva hasta tierra firme. Se recupera pronto, y en una de las lonjas del puerto, conoce a la que poco después se convierte en su esposa. Afincado en la antigua Lusitania, conoce a otros marinos con conocimientos en cartografía y geografía. Una tarde cualquiera, cuando el mayor de los amigos se dirige hacia la barra de una taberna cualquiera para pedir otro té, nuestro navegante propone viajar a las Indias, utilizando otra ruta que no sea la normal en este momento, es decir bordeando África. Tras una explicación certera, con mapa en mesa y dedo señalando, ciento veintitrés días después izan velas con destino a Inglaterra. En ese viaje llegaron hasta Islandia. A su regreso, la euforia de haber conseguido tal hazaña, hace que su bella esposa sufra al día siguiente unos dolores punzantes en las ingles que ella cree que son agujetas.
Con la confianza propia de haberse burlado de todos los mitos que decían que poco más allá del cabo Finisterre el mundo se precipitaba hacia el más absoluto abismo, o en su defecto que unos monstruos de tamaño supremo iban a devorarlos antes de poder cagarse en los pantalones, se dispone hablar con Juan II en busca de apoyo para emprender su viaje hacia las Indias por occidente. Nuestro hombre de mar asegura que así podrán evitar las emboscadas piratas frecuentes en las costas de África, además de evitar el mal trago que supone enfrentarse con los turcos, un pueblo muy dado a dar primero y preguntar después del cuarto golpe. Pero José II, tras quedar maravillado con un diamante que pesaba tanto como el urinario de plata que había bajo su cama, regalado por otro navegante en agradecimiento por salvar la vida de su hermano, ladrón de profesión y vocación, las Indias no era su destino favorito, sino más bien las tierras bañadas por el Cabo Verde. Pero nuestro incansable amigo no tira la toalla, y un buen día, tras algunos angustiosos debido a la protocolaria burocracia, se presenta ante los Reyes Católicos españoles, que tras varios años de duda, años que nuestro amigo utilizó para formarse aún más en geografía y en botánica, y tras la conquista de Granada, aprueban el proyecto. Cuando nuestro aventurero recibe la noticia lo primero que piensa es en el cuerpo de su mujer durmiendo en una cama con sábanas de seda pura.
Y así es como nuestro explorador de aguas desconocidas flanqueado por un grupo de hombres, auténticos lobos de mar, en tres preciosos y flamantes barcos, parten de un puerto del sur español rumbo a las Indias, por occidente.
Si llegaron o no es una incógnita, unos dicen que naufragaron tras una terrible tormenta a pocos kilómetros de las Islas Azores; otros que sí llegaron, y que se convirtieron al hinduismo y estuvieron meditando el resto de sus días; otros sostienen que alcanzaron nuevas tierras y que allí fueron coronados reyes y que sus lujos y avaricia no les dejaron volver. La versión más extendida, por supuesto, es que nuestro amigo fue un intrépido y que como era normal, los tres barcos se precipitaron en el profundo abismo, si es que llegaron hasta allí, salvando a tantas bestias marinas. Lo que sí es cierto es que no regresaron, que el fin del mundo sigue siendo el cabo Finisterre y que la mujer de nuestro valiente amigo durmió en sabanas de seda, enviadas por los Reyes Católicos en honor a su marido desaparecido.

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