miércoles, 27 de octubre de 2010

La Burla

Existen pocas cosas en la vida tan maravillosas como viajar en el tiempo. Poder volver al pasado y alterar tu historia, saldar cuentas, cambiar aquello que te castigó, aquello por lo que sufriste, momentos que te rompieron en mil pedacitos punzantes, despedidas que nunca se produjeron, besos que nunca se dieron. Volver a sentir la inocencia, los primeros sentimientos, el primer llanto, la primera risa, poder observar tu evolución desde el conocimiento, esta vez con el poder de mejorar, de revolucionar tu vida.
Colarte en lo más hondo de una cueva mientras un primitivo yo pinta bisontes en el techo, agrietar los pies en el desierto egipcio mientras se erige la pirámide de Keops, admirar la belleza de Nefertiti, dibujar con tinta en la China imperial, respirar en los montes andinos de la América precolombina, sentir el ahogo medieval, pagar diezmos, ser un rey divino, conquistar tierras para luego reconquistarlas, conocer al autor del Laooconte, escuchar a Platón, pelear en las Termópilas, esperar en un caballo de madera, una columna con mi nombre en la Roma Capito Mundi, morir en la arena como un gladiador, ser el arquitecto de un templo dedicado a Júpiter, saber leer de las piedras, hablar Indoeuropeo, acariciar la frialdad de animales desaparecidos, un mundo sin continentes, pisar por primera vez la tierra helada del extremo sur, expandir mi sabiduría, pertenecer a una Orden, seguir a un judío, inventar la rueda, vivir en una ciudad cercada, cruzar el mar Rojo, conocer al profeta, embarcarme en la Pinta, dejarme la piel por el nuevo mundo, conocer al asesino de Kennedy, ver un concierto de los Beatles, ser un girondino, inventar la bombilla, la vacuna contra la gripe, padecer la peste, vomitar ante el hedor de las burgo, un obrero en la catedral de Chartres, alumno de Tales, transcriptor de Descartes, un café con Kant, pelear en mi guerra, exiliarme, volver, escuchar a Mozart en su habitación, ser elegido Papa, meditar junto al Dalai Lama, desembarcar en Normandía, fotografiar junto a Capa, guerrillero en Sierra Madre, despertar en la Alhambra de la Granada nazarí, ver cómo caía el Coloso de Rodas, estudiar en la biblioteca de Alejandría, guiarme por su faro, que la manzana se la tirara yo a él y que no se cayera, limpiar la sangre dejada por el oreja cortada del pintor, espiar a Miguel Ángel mientras pule a su David, apuntar con mi honda al gigante, pilotar el Enola Gay, tomar sake en Hiroshima, ser abrasado, una fiesta en La Fábrica, visitar al rey Sol en su ilustrado palacio, definir el arte, aparecer en los libros de filosofía, ganar una medalla olímpica, competir desnudo, ser el cadáver que disecciona Leonardo, tertulia en Els Quatre Gats, un bolchevique, uno más en el crematorio, una mano que se alza en Berlín, la bala que destroza su cabeza, vodka por la victoria, volar en zeppelín, darle la vuelta al urinario, cruz roja en el pecho, mensajero llamado Maratón, luchar en Lepanto y volver junto a un manco, hablar en griego a un toledano, un afrancesado, mi huella en la Luna, llorar junto a la hoguera que quema al observador. Y tanto más.
La primera vez que viajé en el tiempo no quise ir al pasado, elegí viajar al futuro. La Historia me permitió conocer lo anterior, pero nadie nunca me contó lo venidero. Pensé que si sabía lo que iba a ocurrir estaría preparado cuando volviese al presente, poder actuar de la manera idónea para modificar el futuro y transformarlo a mi antojo. En el futuro tú estabas lejos, cuando por fin te encontré descubrí que aún te quería. Decidí cambiarlo.
En los siguientes viajes al futuro nunca dejé de quererte, por mucho que lo intentara en el presente. Incluso fui al pasado con la clara intención de asesinarte y eliminarte definitivamente, pero allí siempre acababa enamorado de ti. Ahora sé que no tiene sentido viajar en el tiempo.

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