miércoles, 27 de octubre de 2010

La Oportunidad

Al poco de apagarse la luz de la habitación se abre la puerta. En un gesto instintivo se abraza con el rebecón verde que lleva puesto para abrigarse de un frío inexistente. Tras poner el pie izquierdo en la acera, abre de nuevo la puerta y grita algo hacia dentro, cuando se da la vuelta su gesto es contrariado, poniendo atención a voces inaudibles que llegan desde dentro. Lentamente cierra la puerta con la mano derecha y rápidamente la refugia de nuevo bajo la izquierda. Debe tener las manos frías. Mira hacia un lado de la calle, luego hacia el otro. En este se detiene más, algo ha llamado su atención, parece que un perro que mira a su dueña, una mujer pesada y mayor de sesenta que habla alegremente con una de las vecinas. Esboza una pequeña sonrisa que dura unos segundos para desaparecer como si un halo hubiese barrido su cara. Mira al suelo mientras dibuja algo con el pie derecho, luego mira al cielo, frunce el ceño porque probablemente le moleste la luz. Mueve la cabeza colocándose la melena con la ayuda del viento. Suspira y se sienta en la entrada de la casa, que parece ser su casa familiar. Pone su pierna izquierda todo lo recta posible para sacar del bolsillo del ceñido vaquero un paquete de tabaco. Coge un cigarro y deja el paquete a un lado. Apenas se le ven lo dedos de las manos escondidas bajo las mangas de lana. Busca el mechero por el resto de bolsillos. No lo encuentra. Se lamenta y hace ademán de levantarse pesadamente cuando se da cuenta que está dentro en el bolsillo de atrás. Se enciende el cigarro y aspira el humo con la boca abierta, tarda unos segundos en expulsarlo. Apoya su cabeza en su mano izquierda, la misma que sujeta su cigarro, el humo desenfoca su cara. Constantemente mira hacia un lado y otro de la calle, hasta que mira a su izquierda. Allí sostiene la mirada mientras se consume el tabaco entre sus seguramente finísimos dedos. De repente se sobresalta, mira de nuevo al cielo y le da una última calada expulsando el humo mientras recoge la cajetilla y el mechero y lo guarda en el bolsillo izquierdo, se levanta y se abriga. De nuevo de pie hace una cola con su pelo para después soltarlo, moverlo al viento y repetir la operación anterior, esta vez para dejársela. Entra a su casa echando un último vistazo hacia el lado izquierdo de su calle.


- Cariño, a mí la casa me gusta, parece una calle tranquila, parece un pueblo tranquilo, podríamos decorarla, no sé. Oye, sé que no te apetece mucho la idea de alejarte de la ciudad, pero por favor, entiéndeme, es una gran oportunidad.
- Nos la quedamos, en serio, nos la quedamos. Parece un buen lugar. Además las vistas son maravillosas.

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