miércoles, 27 de octubre de 2010

Café Rancio

Durante dieciocho minutos estuvo corriendo sin mirar el pulsómetro de muñeca que compró en el gimnasio de su barrio, al lado del estanco y justo enfrente de un todo a cien regentado por un hombre chino, de madre japonesa. Comprobó que todavía no había alcanzado las ciento setenta pulsaciones y decidió aumentar el ritmo de carrera. Después de dos minutos, su corazón latía a ciento setenta y cuatro pulsaciones al minuto. Pensó que era un buen ritmo si quería albergar esperanzas de ganar la media maratón que se organizaba el próximo fin de semana en la ciudad. Acostumbraba correr en un circuito cerrado de cinco kilómetros y seiscientos metros habilitado en uno de los parques de las afueras. Ese día no. Ese día estuvo corriendo por la ciudad, su intención era subir al Barrio Viejo, para probarse en las tremendas pendientes que funcionaban como calles. Subiendo la calle Heraldo Hinojosa, llamada así en honor a un famoso zapatero, maestro de la piel, que murió de un ictus, aunque fue enterrado con la creencia de que murió de cáncer de páncreas, no pudo evitar fijarse en la chica que bajaba la misma calle, andando rápido, pensando que era inevitable la caída con esos tacones y a ese paso.
Sin embargo, ella no se fijó en él. Estaba demasiado colocada. Llevaba encerrada tres días en la casa de una chica que conoció en la cafetería de la facultad de derecho, pero que no estudiaba derecho, pero que había ido a la facultad de derecho porque un amigo que sí estudiaba derecho le había comentado que la biblioteca de la facultad de derecho era mucho más grande y más tranquila que la de la facultad de ciencias políticas, dónde ella estudiaba ciencias políticas. Se hicieron buenas amigas, sorprendiéndose de la rapidez con la que habían congeniado para ser la primera vez que se habían visto. Ellas no se acordaban, ahora tampoco, pero se conocieron con tres años y cuatro meses la primera y tres años y ocho meses la segunda, en una ciudad costera dónde sus respectivas familias pasaban los veranos. Durante tres días de uno de esos veranos fueron compañeras de juegos en la playa. Era la primera vez que probaba el éxtasis, además no había faltado marihuana y algunas setas alucinógenas que el chico del quinto, vecino de la amiga, se empeñó en comprar a un chico conocido, del cual nunca dijo el nombre. Fueron demasiados excesos, pero estaba justificado. Acababan de terminar los exámenes de febrero. Había que celebrarlo. En el momento en que bajaba la calle Heraldo Hinojosa, a un paso tan rápido que un corredor que pasaba por allí, pensó en su inminente caída, sonó su móvil. Se detuvo en seco, buscó por el bolso, no lo encontraba, era normal, llevaba demasiadas cosas, se prometió vaciarlo y limpiarlo y seleccionar sólo los objetos más necesarios, tenía que aligerar aquel bolso de cincuenta y dos euros que compró en su viaje a aquella ciudad del norte. Miró la pantalla, le costó fijar la imagen, cuando consiguió enfocarla comprobó que era el chico que había conocido tres semanas antes en un local de moda de la ciudad, del que todo el mundo hablaba, y que a ella le gustaba sobre todo por el olor a obra recién acabada que desprendía. No le apeteció cogerlo, aún conservaba la suficiente lucidez para saber que lo que podría decir en aquel momento sería motivo de arrepentimiento cuando el cóctel de estupefacientes empezara a perder la batalla contra la sangre.
A quinientos treinta y nueve metros de la calle Heraldo Hinojosa, conocido en toda la ciudad, como el zapatero Hinojosa, en dirección sur, un chico miraba por la ventana mientras escuchaba los tonos de llamada a través de su teléfono móvil. Llevaba tres días llamando a una chica que conoció en un local de moda en la ciudad, dónde siempre servían la cerveza no demasiado fría, y no obtuvo contestación en ninguno de ellos. En ese momento pensó que quizás lo mejor era dejar de llamarla, por mucho que le gustara. Pero en ese momento recordó que había dejado en su casa, la última noche que pasaron juntos, unos calzoncillos de lycra extremadamente cómodos y una camiseta que compró en una página web que tenía estampada la cara de aquel personaje que siempre aparecía con otro personaje más alto que él, en una serie de televisión infantil, que hablaba casi susurrando, y los quería recuperar. Recordó el primero de los tres polvos de aquella noche. Demasiado salvaje. Habían bebido demasiado. Tuvo una erección, su cara empezó a subir de temperatura. Empezó a masturbarse justo después de quitar la mirada de la ventana por la que observaba a un hombre de sesenta y cuatro años, que esperaba absorto apoyado en el saliente de mármol, que se encontraba a tres grados, a su hija mayor que había prometido acompañarlo a una revisión rutinaria en la clínica del doctor que había estudiado medicina en una ciudad en la que el hombre de sesenta y cuatro años nunca había estado, pero que había visto por unas fotografías publicadas en una revista dominical, que se vendía junto con el periódico más vendido de la ciudad. El hombre de sesenta y cuatro años planeaba quemar un alfiler de los que su mujer guardaba en el tercer cajón desde abajo, en el mueble que soportaba la televisión, clavados en un corazón rojo de trapo que su mujer compró en una tienda regentada por un chino de madre japonesa, para desinfectarlo y pincharse en aquel uñero tan doloroso que desde cuatro días atrás tanto le estaba molestando, aunque la verdadera satisfacción no era a acabar con aquel bulto de pus en el dedo corazón de su mano derecha, sino ver como aquel líquido verdoso y espeso salía de su mano, cuando llegó su hija, sonriente y con muy buen aspecto, después de haber pasado el fin de semana en un Spa de un pueblo, a veintitrés kilómetros del centro de la ciudad. Se besaron y él se apresuró a levantar la mano a un taxi, para que parase, después de haber apeado a un hombre en la puerta de la boutique en la que no había entrado nadie desde hacía dos horas y veinte minutos.
Eran las diecinueve horas y cincuenta y dos minutos. Exactamente la misma hora en la que una mujer llora después de recibir dos guantazos de su hijo esquizofrénico, en la que un niño de un año se mete el dedo en la nariz para rascarse mientras observa un globo lleno de helio que se pierde en el cielo tras escaparse de las manos de un niño de once meses que mira asustado a su madre, que habla con la madre del niño de un año que tiene el dedo metido en la nariz, en la que una chica de diecisiete años ha decidió dejar a su novio, definitivamente, porque su compañera de clase, que empezó a salir con su novio cinco meses después de ella, ha follado cinco veces en el último mes y ella lo más que había conseguido era que su novio le tocara una teta por debajo del sujetador, en la que un joven de veintidós años se rompe los ligamentos del tobillo derecho en un choque aparentemente fortuito con un joven de veinticuatro años que tuvo un gatillazo dos semanas atrás, cuando por fin consiguió irse a la cama con la novia del chico que tenía el tobillo destrozado, después de cinco meses viéndose a escondidas, y que no veía desde aquella fatídica noche.
Se vieron cuarenta y siete minutos después en la sala de espera número dos de la planta de urgencias del hospital, la misma sala dónde dieciocho minutos antes había vomitado una mujer de pelo rubio que parecía teñido, pero que era totalmente natural, a consecuencia de una gastroenteritis provocada por un mejillón en mal estado que había comido el día anterior por la noche en la inauguración del bar que acababa de abrir un amigo homosexual enamorado desde hacía catorce años del marido de la mujer que vomitó en la sala de espera número dos, inundando el lugar de un olor agrio casi imperceptible. Al principio les costó hablar, se miraban de reojo, con caras serias, pero por fin ella se levantó decidida a acabar con aquella situación tan embarazosa. Él podía oír su propio corazón en sus tres movimientos, acelerado hasta alcanzar un pico máximo de ciento ochenta y una pulsaciones, como reacción ante la progresiva cercanía de ella. Cuando estuvo al lado, él levantó la cabeza, sonrió y le dio un generoso abrazo, ella respiraba tranquila. Después de tantos años, él la había reconocido. Iba a preguntarle cómo estaba y por qué estaba en el hospital, pero en ese momento tuvo que apartarse porque pasaba un joven de veintidós años en silla de ruedas con los ligamentos del tobillo derecho rotos, acompañado por tres de sus amigos, sudorosos y vestidos con ropa deportiva, y una chica, que miraba al chico de veinticuatro años que llevaba las zapatillas amarillas con motivos verdes.
La chica a la que le dolía el hombro derecho, seguramente debido a una mala postura adoptada hace dos noches, mientras dormía en la cama del chico que tenía el tobillo roto, entró con el joven deportista en la consulta del médico para luego acompañarlo también a la sala de rayos X, bañarlo en una bañera habilitada en una habitación que tenía los azulejos azules y mirar como una enfermera que estaba demasiado delgada le inmovilizaba el tobillo con yeso. Había pasado una hora y treinta y dos minutos desde que entraron en el hospital y la chica decidió salir a la sala de espera para informar a sus amigos sobre la salud de su novio, agradecerles que hubiesen estado allí y decirles que se fueran a casa, que era de noche, y empezaba a hacer mucho frío. En el trayecto hasta la sala de espera número dos se acordó del pene flácido de su amante, de sus vanos esfuerzos bucales por evitar la tragedia, de sus palabras tranquilizadoras hacia un chico destrozado por las circunstancias, abandonado por su virilidad. Recordó sus manos, su cuello. Lo quería, no podía evitarlo. Simplemente lo quería. Quiso decírselo en el mismo momento en que llegó a su altura, pero sólo pudo articular las palabras ensayadas segundos antes. La chica a la que le dolía aquella noche el hombro derecho no pudo evitar sentirse aliviada cuando cuatro años después, y dos años, tres meses y doce días después de haber follado por última vez con él, se enteró entre los sollozos de su novio que su mejor amigo había muerto en un accidente de tráfico cuando iba a la ciudad en la que en el centro había una tienda que vendía un bolso a cincuenta y dos euros, para ver a su nueva novia, una chica que había conocido en una jornadas celebradas en la ciudad sobre riesgos laborales. Lo quería, y le hacía daño. Que estuviese muerto la tranquilizaba.
Fue un entierro muy duro. Todos los familiares estaban destrozados. La chica que dio una conferencia sobre riesgos laborales cincuenta y cuatro días antes, estaba en estado de shock. Todos los amigos, incluido aquel que cojeaba muy ligeramente, sin que apenas se notase, de su tobillo derecho, llevaban en procesión el ataúd tallado en madera de roble por un carpintero que en ese mismo instante había cazado a su mujer con otro hombre, y a la que no le dijo nada, nunca. Cuando llegaron al cementerio el silencio sepulcral sólo era interrumpido por los gemidos de los asistentes. Era un buen chico y por ello muy querido. La familia decidió enterrarlo aunque, medio en broma medio en serio, siempre manifestó que quería ser incinerado. En esas palabras estaba pensando el chico que se rompió los ligamentos del tobillo cuando miró a su novia, que no había derramado ninguna lágrima, y entendió que a él nunca lo iba a querer como quería a la persona que habitó el cuerpo rígido que se encontraba un metro y cuarenta y siete centímetros debajo de tierra. Entonces miró al cielo, en un gesto instintivo, como buscando alguna revelación, pero sólo encontró la estela de un avión, que volaba hacia el noroeste, con trescientos doce pasajeros a bordo, de los cuales once era miembros de una misma familia que viajaban para presenciar como un hijo de unos, hermano de otros y primo de aquellos, se licenciaba en la facultad de ciencias de la información de una ciudad que estaba a ocho mil cuatrocientos tres kilómetros de la casa dónde había nacido y había pasado los dieciséis primeros años de su vida. Dos filas más atrás del primo del chico que recibió una beca de estudios por alumno superdotado, viajaba sentada una chica de veinte años que no podía dejar de recordar la desnudez de una compañera de clase después de haberla visto depilarse las ingles en el cuarto de baño de la habitación que compartieron durante cuatro días en el hotel de la ciudad costera en la que habían pasado el viaje de fin de curso, la misma ciudad en la que algunos años atrás, dos niñas de tres años jugaban en la playa, tres niñas que después no se volvieron a ver nunca.
Eran las doce y cuarenta y tres minutos del mediodía, la misma hora en la que una joven tailandesa miraba con repudio a un turista gordo, de piel blanca y con pelo en la espalda en una playa de Phuket, en la que un soldado ruso de dieciocho años limpiaba el traje de gala en una pila de mármol blanco porque al día siguiente volvía a su casa en Omsk, en la que un estudiante de arte de la Universidad de Ottawa no puede evitar llorar imaginando que la chica de su clase de la que está enamorado está follando con su mejor amigo, los cuales se conocieron por una llamada del estudiante de arte a su amigo la tarde anterior para tomar una cerveza en un pub que apestaba a café rancio, para que se uniera a él y a la chica de la que estaba enamorado, la misma hora en la que una chica de diecinueve años dice lo siento, pensando que en realidad no lo siente.

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