miércoles, 27 de octubre de 2010

La Biblioteca

Después de regocijarse por enésima vez de un lado a otro de la cama, desesperada por no poder conciliar el sueño, Acathea se levantó descalza sin importarle el frío del suelo y miró enfurecida el desaliño de mantas y sábanas. Era la quinta noche consecutiva que no dormía, y aparte del cansancio acumulado debajo de sus ojos, era la insoportable sensación de impotencia lo que realmente le aturdía. Respiró hondo, esparció por el suelo la ropa de cama, y buscando en el orden la serenidad, hizo la cama cuidadosamente, alisando una y otra vez las sábanas hasta dejarlas como el vidrio, colocando las mantas una sobre otra en perfecta armonía, sacudiendo la almohada hasta alcanzar el grosor ideal y tendiendo el edredón de manera simétrica por ambos lados de la cama. Todo ello desde el más absoluto silencio, no quería despertar a sus padres, que dormían en la habitación contigua. Se desvistió, abrió el cajón, buscó otro pijama, de tejido sedoso, más fresco que el que llevaba puesto, se volvió a vestir y se echó sobre la cama en horizontal, con los pies en alto, apoyados sobre la pared, coqueteando con el equilibrio de un cuadro que llevaba en ese lugar desde siempre. Necesitaba dormir e intentó aclarar su mente. En su tentativa de evasión cerró los ojos fuertemente, hasta que la unión de sus párpados dolía.
Cuando abrió los ojos ya no estaba en su habitación. Al principio le pareció ver que estaba en una biblioteca, abrió y cerró los ojos varias veces a una velocidad vertiginosa para esclarecer su visión, pero efectivamente estaba en una biblioteca. Casi sin aliento, con una mezcla de miedo y de curiosidad miró a su alrededor. Era un edificio antiguo, con paredes de madera, grandes ventanales en los extremos del techo, muy alto e irregular, con incomprensibles entrantes y salientes. Repasó varias veces las enormes estanterías llenas de libros aparentemente viejos, que se apilaban uno contra el otro, sin dejar apenas hueco entre ellos. Por una enorme ventana se colaba un halo de luz matutina que iluminaba directamente una mesa de estudio de madera, con ralladuras en los bordes, rodeada por seis sillas de madera de roble oscura y con patas talladas con motivos florales. Luchando contra su inmovilidad, anduvo por la estancia dejando tras sí un crujido a cada paso que daba. Era una biblioteca enorme, casi infinita, llena de estanterías y escaleras. Contó hasta doce mesas iguales, con sus seis correspondientes sillas perfectamente colocadas, en una armonía perfecta, cuando a su derecha sonó una voz.
- Hola.
Acathea se sobresaltó, se quedó pálida, acentuando aún el morado de sus ojeras, el corazón golpeaba sus tímpanos y sus sienes. Un chico de estatura media, de ojos grandes y algo desaliñado le sonreía.
- ¿Está bien?
- ¿Quién eres? –suspiró Acathea-
- Soy Dorian, trabajo en la Biblioteca. ¿Puedo ayudarla en algo?
Acathea se miró avergonzada su cuerpo, pero no vestía el pijama sedoso, sino un vestido verde de cuello alto que le tapaba hasta las rodillas, unos calcetines rojos que alcanzaban hasta el tobillo y unos zapatos de charol negros algo desgastados por las puntas.
- ¿Dónde estoy?
- En la Biblioteca. ¿De verdad se encuentra bien?
- Hace un momento estaba en mi habitación, sobre mi cama, no podía dormir. ¿Cómo has dicho que te llamas?
- Mi nombre es Dorian, ¿le apetece un té?, no tiene muy buen aspecto –respondió Dorian-.
Sin esperar respuesta dio unos pasos hacia su derecha hasta llegar a lo que parecía un puesto de recepción, llenó una taza de té con leche y se la tendió. Acathea bebió despacio, y quizás por el absorbente olor del té recién hecho, empezó a calmarse.
- Esto es muy extraño, hace un momento estaba en mi habitación y ahora estoy aquí, en una biblioteca que no he visto nunca…–confesó Acathea-.
Dorian enarcó una ceja y dibujó una media sonrisa. Miró fijamente a Acathea y la agarró de la mano. Al notar la tibiez de la mano, Acathea se sintió segura y sus miedos empezaron a difuminarse. Observó a Dorian y entendió que sabía todo lo que estaba pasando.
- Acompáñame, esta biblioteca es muy especial, confía en mí.
Acathea se sintió arrastrada tras el joven. Mientras paseaban por el lugar, ella, mucho más calmada, escuchaba con atención lo que Dorian le explicaba. Le dijo que la biblioteca llevaba más de cuatrocientos años abierta, que hubo años en los que todas las mesas se llenaban de gente con ansia de lectura, que últimamente apenas entraba nadie, que la hemeroteca del sótano es considerada como uno de los mayores tesoros de la región, que poseía la mayor colección de volúmenes dedicados a botánica y que la estaba esperando.
- Cuando empecé a trabajar aquí fue lo primero que me enseñaron, como tratarte cuando regresaras. Has tardado mucho, incluso pensé que nunca llegarías –dijo Dorian-.
- Yo nunca había estado aquí. No puedes estar esperándome, eso es imposible, ni siquiera sé donde estoy.
- Claro que sí has estado aquí, tú eres la fundadora de esta biblioteca.
Quizás por la seguridad que transmitía la mano de Dorian apretando la suya, quizás por el ensoñamiento provocado por el cúmulo de sentimientos, empezó a recordar aquel lugar. Se veía en otro tiempo, con otra ropa, colocando libros en las estanterías, alineando las sillas, grabando su nombre en las mesas, leyendo hasta quedarse dormida sobre algún enorme tomo de historia natural, recordaba rostros, todos distintos, con el aura diferente de cada época.
- Recuerdo esta biblioteca, recuerdo estos salientes, esta luz, este olor a papel desgastado. Pero a ti no te recuerdo, tú eres nuevo, tú no has estado aquí siempre.
- No. Hace mucho que te fuiste la última vez. Te convertiste en una leyenda, en un mito. Ya nadie creía que volverías y tu ausencia también fue en la memoria de los lectores. Aunque yo sabía que vendrías. Estaba seguro y ahora estás aquí.
Dorian estrechó aún más la mano de Acathea, con un hábil movimiento se situó a escasos centímetros de ella y con los ojos clavados sobre sus labios, la observó detenidamente varios segundos. Acathea se sentía extrañamente feliz, llena de una vitalidad que creía no haber sentido nunca. Se sentía libre.
- Eres tan hermosa como dicen los libros. Ellos nunca mienten.
- Estás aquí por mí.
- Estoy aquí para ti. Sé que puedes sentirlo.
Dorian se apartó lentamente de ella, siguió mirándola esta vez desde un sitio más alejado. Con la extraña mueca en su boca, con los ojos entreabiertos, con las cejas arqueadas, pero con una extraña complicidad.
- Ésta es tu biblioteca. Tú la diseñaste a tu antojo. Eres la única dueña de todo esto. Puedes volver cuando quieras, sólo tienes que desearlo. Yo siempre estaré aquí cuidándola, asegurándome que todo esté tal y como tú la dejaste algún día. Pero ahora tienes que marcharte. Son las cuatro de la madrugada.

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