miércoles, 27 de octubre de 2010

La Elección

La verdad es que ni siquiera recuerda todo lo que hizo durante aquella mañana. Como si todo lo que hubiese sucedido durante las horas previas no hubiese tenido la menor importancia, horas que se preguntan si su aportación ha sido necesaria. Que se levantó con un leve dolor de muelas, después de dos días terribles; que se duchó con agua templada porque el gas empezaba a agotarse; que pensó en afeitarse, pero que después de girar la cabeza a un lado y a otro delante del espejo decidió que esa barba de dos días le quedaba bien; que eligió la corbata granate mientras pensaba en comprar un paraguas en la tienda de enfrente del estanco cercano al gimnasio, tras conocer la previsión del tiempo la noche anterior mientras cenaba mirando la televisión; que tuvo que volver de nuevo a casa cuando bajaba el cuarto escalón entre la tercera y la segunda planta porque había olvidado el móvil en la mesa de la cocina; que al salir a la calle su cuerpo se erizó debido al frío; que había llegado al trabajo sin apenas mirar hacia ningún sitio, escuchando un disco que le había recomendado una amiga; que en realidad no podría nunca decir si el cantante era hombre o mujer; que al entrar a la oficina lo primero que hizo fue recoger el correo y sentirse desilusionado porque no contestaban a su petición de ocupar la sala de conferencias del ayuntamiento; que durante tres horas se mantuvo absorto en la realización de un informe de viabilidad sobre la implantación de placas solares en el tejado de un bloque de viviendas situado en las afueras; que desayunó en el bar de siempre, que tomó lo de siempre y que como siempre saludó a las personas de siempre; que todavía no había meado; que después de llamarla tres veces sin éxito no sintió ningún tipo de sospecha. Tampoco recuerda que aquel día abandonó su puesto un par de horas antes porque la empresa pasaba una auditoría y él no era necesario; que al volver a casa compró una revista de decoración que sabía que no iba a leer; que se giró tres veces para mirar el trasero de dos chicas diferentes (uno lo miró dos veces, era difícil de creer); que al notarse las llaves del piso de su novia en el bolsillo pensó en darle una sorpresa.
Nada de eso existe en su mente por esa extraña capacidad humana de eliminar de su memoria todo lo que no es relevante. Cuando entró al piso de ella, no lo hizo sigiloso, tampoco es que fuera escandaloso. Andando por el pasillo que llegaba hasta la sala de estar se fijó en las láminas colgadas de las paredes, las había comprado él durante un viaje a Venecia el invierno anterior. Dejó el maletín sobre el sofá y entró a la habitación de ella, pensando que aún dormía.
Estuvo apoyado en el marco de la puerta más de dos minutos en los que no sintió nada. Sus ojos se abrieron de par en par, sus músculos se tensaron, su corazón se aceleró, como si el cuerpo fuese el de un soldado apontocado en la trinchera esperando órdenes de asalto. Pero su mente estaba bloqueada, hubiese jurado que su cerebro era de mármol.
Al cerrar la puerta de la habitación ella frenó su contoneo, paró un instante, aún con la cara rojiza, despeinada y con una veladura de sudor sobre su pecho.
- ¿Qué ocurre?
- Me ha parecido oír un ruido.
- Yo no he oído nada. Anda ven aquí.
- No, en serio, he oído algo.
- ¿Voy a ver?
Pero en ese momento un movimiento firme e inteligente de cadera del hombre espantó cualquier duda y a partir de ese momento los movimientos se hicieron más rápidos, más rudos y exagerados. Los gemidos subieron su volumen y a los pocos segundos ya no quedaba rastro de cualquier ruido en la memoria de ella.
Él cogió su maletín, dejó la llave en la mesa donde estaba el teléfono, recorrió despacio el pasillo, llegó hasta la puerta, echó una última mirada hacia atrás, hacia las láminas venecianas, aspiró profundamente y cerró la puerta tras él con enorme mimo. Una vez en la calle tomó conciencia de lo que acababa de ocurrir y se sorprendió por su falta de sentimientos. Apenas se apreciaba cambios en sus gestos. Como si no hubiese ocurrido nada excepcional. Miró hacia arriba, empezaba a nublarse y se decidió en comprar el paraguas. De camino a la tienda, buscó en los bolsillos de la americana su móvil, marcó un número de memoria y tras tres tonos de espera respondió una voz femenina.
- Hola.
- La he dejado.
- ¿Qué?
- Ya me has oído.
- ¿Pero por qué?
- No puedes preguntarme eso.
- Pensé que nunca lo harías.
- Necesito verte.
- Te quiero.
- Y yo a ti. Y yo a ti.

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