miércoles, 27 de octubre de 2010

La caricia

El amor de mis fobias

La primera de mis fobias fue la más especial, jamás he temido tanto a nada como al viento. Su pérdida me causó trastornos, pero lo superé. Pronto llegarían otras; auclofobia, dementofobia, ilingofobia, colpofobia, monopatofobia, ataxofobia, pnigofobia, cleitrofobia, epistaxiofobia… Todas dejaron su huella, pero aún conservo el tacto del viento en mi piel, y tendría mi pelo despeinado en su honor si no fuera porque la hipertricofobia me obligó a cortármelo al cero y ya me he acostumbrado. Todas me abandonaron, reconozco no ser un gran amante.
Hace poco he vuelto a ilusionarme, una nueva fobia ha entrado en mi vida de forma decidida, dispuesta a cambiarla, se llama fobofobia. Al principio fue algo así como un coqueteo, pero ha ido a más, y para qué negarlo, he perdido la cabeza por ella. Claro que ahora más que nunca echo de menos mi anemofobia.
Cosas del amor y cabezas desubicadas.

Café Rancio

Durante dieciocho minutos estuvo corriendo sin mirar el pulsómetro de muñeca que compró en el gimnasio de su barrio, al lado del estanco y justo enfrente de un todo a cien regentado por un hombre chino, de madre japonesa. Comprobó que todavía no había alcanzado las ciento setenta pulsaciones y decidió aumentar el ritmo de carrera. Después de dos minutos, su corazón latía a ciento setenta y cuatro pulsaciones al minuto. Pensó que era un buen ritmo si quería albergar esperanzas de ganar la media maratón que se organizaba el próximo fin de semana en la ciudad. Acostumbraba correr en un circuito cerrado de cinco kilómetros y seiscientos metros habilitado en uno de los parques de las afueras. Ese día no. Ese día estuvo corriendo por la ciudad, su intención era subir al Barrio Viejo, para probarse en las tremendas pendientes que funcionaban como calles. Subiendo la calle Heraldo Hinojosa, llamada así en honor a un famoso zapatero, maestro de la piel, que murió de un ictus, aunque fue enterrado con la creencia de que murió de cáncer de páncreas, no pudo evitar fijarse en la chica que bajaba la misma calle, andando rápido, pensando que era inevitable la caída con esos tacones y a ese paso.
Sin embargo, ella no se fijó en él. Estaba demasiado colocada. Llevaba encerrada tres días en la casa de una chica que conoció en la cafetería de la facultad de derecho, pero que no estudiaba derecho, pero que había ido a la facultad de derecho porque un amigo que sí estudiaba derecho le había comentado que la biblioteca de la facultad de derecho era mucho más grande y más tranquila que la de la facultad de ciencias políticas, dónde ella estudiaba ciencias políticas. Se hicieron buenas amigas, sorprendiéndose de la rapidez con la que habían congeniado para ser la primera vez que se habían visto. Ellas no se acordaban, ahora tampoco, pero se conocieron con tres años y cuatro meses la primera y tres años y ocho meses la segunda, en una ciudad costera dónde sus respectivas familias pasaban los veranos. Durante tres días de uno de esos veranos fueron compañeras de juegos en la playa. Era la primera vez que probaba el éxtasis, además no había faltado marihuana y algunas setas alucinógenas que el chico del quinto, vecino de la amiga, se empeñó en comprar a un chico conocido, del cual nunca dijo el nombre. Fueron demasiados excesos, pero estaba justificado. Acababan de terminar los exámenes de febrero. Había que celebrarlo. En el momento en que bajaba la calle Heraldo Hinojosa, a un paso tan rápido que un corredor que pasaba por allí, pensó en su inminente caída, sonó su móvil. Se detuvo en seco, buscó por el bolso, no lo encontraba, era normal, llevaba demasiadas cosas, se prometió vaciarlo y limpiarlo y seleccionar sólo los objetos más necesarios, tenía que aligerar aquel bolso de cincuenta y dos euros que compró en su viaje a aquella ciudad del norte. Miró la pantalla, le costó fijar la imagen, cuando consiguió enfocarla comprobó que era el chico que había conocido tres semanas antes en un local de moda de la ciudad, del que todo el mundo hablaba, y que a ella le gustaba sobre todo por el olor a obra recién acabada que desprendía. No le apeteció cogerlo, aún conservaba la suficiente lucidez para saber que lo que podría decir en aquel momento sería motivo de arrepentimiento cuando el cóctel de estupefacientes empezara a perder la batalla contra la sangre.
A quinientos treinta y nueve metros de la calle Heraldo Hinojosa, conocido en toda la ciudad, como el zapatero Hinojosa, en dirección sur, un chico miraba por la ventana mientras escuchaba los tonos de llamada a través de su teléfono móvil. Llevaba tres días llamando a una chica que conoció en un local de moda en la ciudad, dónde siempre servían la cerveza no demasiado fría, y no obtuvo contestación en ninguno de ellos. En ese momento pensó que quizás lo mejor era dejar de llamarla, por mucho que le gustara. Pero en ese momento recordó que había dejado en su casa, la última noche que pasaron juntos, unos calzoncillos de lycra extremadamente cómodos y una camiseta que compró en una página web que tenía estampada la cara de aquel personaje que siempre aparecía con otro personaje más alto que él, en una serie de televisión infantil, que hablaba casi susurrando, y los quería recuperar. Recordó el primero de los tres polvos de aquella noche. Demasiado salvaje. Habían bebido demasiado. Tuvo una erección, su cara empezó a subir de temperatura. Empezó a masturbarse justo después de quitar la mirada de la ventana por la que observaba a un hombre de sesenta y cuatro años, que esperaba absorto apoyado en el saliente de mármol, que se encontraba a tres grados, a su hija mayor que había prometido acompañarlo a una revisión rutinaria en la clínica del doctor que había estudiado medicina en una ciudad en la que el hombre de sesenta y cuatro años nunca había estado, pero que había visto por unas fotografías publicadas en una revista dominical, que se vendía junto con el periódico más vendido de la ciudad. El hombre de sesenta y cuatro años planeaba quemar un alfiler de los que su mujer guardaba en el tercer cajón desde abajo, en el mueble que soportaba la televisión, clavados en un corazón rojo de trapo que su mujer compró en una tienda regentada por un chino de madre japonesa, para desinfectarlo y pincharse en aquel uñero tan doloroso que desde cuatro días atrás tanto le estaba molestando, aunque la verdadera satisfacción no era a acabar con aquel bulto de pus en el dedo corazón de su mano derecha, sino ver como aquel líquido verdoso y espeso salía de su mano, cuando llegó su hija, sonriente y con muy buen aspecto, después de haber pasado el fin de semana en un Spa de un pueblo, a veintitrés kilómetros del centro de la ciudad. Se besaron y él se apresuró a levantar la mano a un taxi, para que parase, después de haber apeado a un hombre en la puerta de la boutique en la que no había entrado nadie desde hacía dos horas y veinte minutos.
Eran las diecinueve horas y cincuenta y dos minutos. Exactamente la misma hora en la que una mujer llora después de recibir dos guantazos de su hijo esquizofrénico, en la que un niño de un año se mete el dedo en la nariz para rascarse mientras observa un globo lleno de helio que se pierde en el cielo tras escaparse de las manos de un niño de once meses que mira asustado a su madre, que habla con la madre del niño de un año que tiene el dedo metido en la nariz, en la que una chica de diecisiete años ha decidió dejar a su novio, definitivamente, porque su compañera de clase, que empezó a salir con su novio cinco meses después de ella, ha follado cinco veces en el último mes y ella lo más que había conseguido era que su novio le tocara una teta por debajo del sujetador, en la que un joven de veintidós años se rompe los ligamentos del tobillo derecho en un choque aparentemente fortuito con un joven de veinticuatro años que tuvo un gatillazo dos semanas atrás, cuando por fin consiguió irse a la cama con la novia del chico que tenía el tobillo destrozado, después de cinco meses viéndose a escondidas, y que no veía desde aquella fatídica noche.
Se vieron cuarenta y siete minutos después en la sala de espera número dos de la planta de urgencias del hospital, la misma sala dónde dieciocho minutos antes había vomitado una mujer de pelo rubio que parecía teñido, pero que era totalmente natural, a consecuencia de una gastroenteritis provocada por un mejillón en mal estado que había comido el día anterior por la noche en la inauguración del bar que acababa de abrir un amigo homosexual enamorado desde hacía catorce años del marido de la mujer que vomitó en la sala de espera número dos, inundando el lugar de un olor agrio casi imperceptible. Al principio les costó hablar, se miraban de reojo, con caras serias, pero por fin ella se levantó decidida a acabar con aquella situación tan embarazosa. Él podía oír su propio corazón en sus tres movimientos, acelerado hasta alcanzar un pico máximo de ciento ochenta y una pulsaciones, como reacción ante la progresiva cercanía de ella. Cuando estuvo al lado, él levantó la cabeza, sonrió y le dio un generoso abrazo, ella respiraba tranquila. Después de tantos años, él la había reconocido. Iba a preguntarle cómo estaba y por qué estaba en el hospital, pero en ese momento tuvo que apartarse porque pasaba un joven de veintidós años en silla de ruedas con los ligamentos del tobillo derecho rotos, acompañado por tres de sus amigos, sudorosos y vestidos con ropa deportiva, y una chica, que miraba al chico de veinticuatro años que llevaba las zapatillas amarillas con motivos verdes.
La chica a la que le dolía el hombro derecho, seguramente debido a una mala postura adoptada hace dos noches, mientras dormía en la cama del chico que tenía el tobillo roto, entró con el joven deportista en la consulta del médico para luego acompañarlo también a la sala de rayos X, bañarlo en una bañera habilitada en una habitación que tenía los azulejos azules y mirar como una enfermera que estaba demasiado delgada le inmovilizaba el tobillo con yeso. Había pasado una hora y treinta y dos minutos desde que entraron en el hospital y la chica decidió salir a la sala de espera para informar a sus amigos sobre la salud de su novio, agradecerles que hubiesen estado allí y decirles que se fueran a casa, que era de noche, y empezaba a hacer mucho frío. En el trayecto hasta la sala de espera número dos se acordó del pene flácido de su amante, de sus vanos esfuerzos bucales por evitar la tragedia, de sus palabras tranquilizadoras hacia un chico destrozado por las circunstancias, abandonado por su virilidad. Recordó sus manos, su cuello. Lo quería, no podía evitarlo. Simplemente lo quería. Quiso decírselo en el mismo momento en que llegó a su altura, pero sólo pudo articular las palabras ensayadas segundos antes. La chica a la que le dolía aquella noche el hombro derecho no pudo evitar sentirse aliviada cuando cuatro años después, y dos años, tres meses y doce días después de haber follado por última vez con él, se enteró entre los sollozos de su novio que su mejor amigo había muerto en un accidente de tráfico cuando iba a la ciudad en la que en el centro había una tienda que vendía un bolso a cincuenta y dos euros, para ver a su nueva novia, una chica que había conocido en una jornadas celebradas en la ciudad sobre riesgos laborales. Lo quería, y le hacía daño. Que estuviese muerto la tranquilizaba.
Fue un entierro muy duro. Todos los familiares estaban destrozados. La chica que dio una conferencia sobre riesgos laborales cincuenta y cuatro días antes, estaba en estado de shock. Todos los amigos, incluido aquel que cojeaba muy ligeramente, sin que apenas se notase, de su tobillo derecho, llevaban en procesión el ataúd tallado en madera de roble por un carpintero que en ese mismo instante había cazado a su mujer con otro hombre, y a la que no le dijo nada, nunca. Cuando llegaron al cementerio el silencio sepulcral sólo era interrumpido por los gemidos de los asistentes. Era un buen chico y por ello muy querido. La familia decidió enterrarlo aunque, medio en broma medio en serio, siempre manifestó que quería ser incinerado. En esas palabras estaba pensando el chico que se rompió los ligamentos del tobillo cuando miró a su novia, que no había derramado ninguna lágrima, y entendió que a él nunca lo iba a querer como quería a la persona que habitó el cuerpo rígido que se encontraba un metro y cuarenta y siete centímetros debajo de tierra. Entonces miró al cielo, en un gesto instintivo, como buscando alguna revelación, pero sólo encontró la estela de un avión, que volaba hacia el noroeste, con trescientos doce pasajeros a bordo, de los cuales once era miembros de una misma familia que viajaban para presenciar como un hijo de unos, hermano de otros y primo de aquellos, se licenciaba en la facultad de ciencias de la información de una ciudad que estaba a ocho mil cuatrocientos tres kilómetros de la casa dónde había nacido y había pasado los dieciséis primeros años de su vida. Dos filas más atrás del primo del chico que recibió una beca de estudios por alumno superdotado, viajaba sentada una chica de veinte años que no podía dejar de recordar la desnudez de una compañera de clase después de haberla visto depilarse las ingles en el cuarto de baño de la habitación que compartieron durante cuatro días en el hotel de la ciudad costera en la que habían pasado el viaje de fin de curso, la misma ciudad en la que algunos años atrás, dos niñas de tres años jugaban en la playa, tres niñas que después no se volvieron a ver nunca.
Eran las doce y cuarenta y tres minutos del mediodía, la misma hora en la que una joven tailandesa miraba con repudio a un turista gordo, de piel blanca y con pelo en la espalda en una playa de Phuket, en la que un soldado ruso de dieciocho años limpiaba el traje de gala en una pila de mármol blanco porque al día siguiente volvía a su casa en Omsk, en la que un estudiante de arte de la Universidad de Ottawa no puede evitar llorar imaginando que la chica de su clase de la que está enamorado está follando con su mejor amigo, los cuales se conocieron por una llamada del estudiante de arte a su amigo la tarde anterior para tomar una cerveza en un pub que apestaba a café rancio, para que se uniera a él y a la chica de la que estaba enamorado, la misma hora en la que una chica de diecinueve años dice lo siento, pensando que en realidad no lo siente.

Absoluta

Una luz amarilla me despierta del trance. Me pregunto cómo he podido conducir por ésas calles, no recuerdo pasar por la casa de escaleras altas o el barrio del mismo color. Conozco esos lugares como propios, de la misma forma que sé cuál es el cajón de los calcetines. Mi coche necesita gasolina, pero son las cuatro de la madrugada, estoy cansado y me noto pesado, como al despertar del placer de la anestesia. Después de veintidós kilómetros de callejeo sin encontrarte asumo mi derrota. Además sé dónde estás.
-¿Eres estúpido?, sobreestimo tu inteligencia-, dice mi hermano mayor, que viaja en el asiento de copiloto.
Llego a casa, oigo los ronquidos de mi padre, tiro la chaqueta a la silla más cercana al sofá, pero cae en el suelo. Tengo hambre. Mi estómago se queja, pero lo mantengo a raya. Me siento, enciendo un cigarro y lo apago después de dos caladas. Decido irme a la cama, pero no puedo.
-Aquí no conseguirás nada, sentado es imposible andar- replica mi hermano mayor, mirándome desde la puerta de la cocina.
Me encuentro con ánimo y decido escribir, todas estas ideas tienen que reflejarse en algún sitio. Escribo trece líneas sin parpadear, casi aparecen solas como un conejo en un sombrero de copa. Las leo. Las releo, lo hago de nuevo. Me doy cuenta que mi vida no es tan atractiva, conozco a unas pocas personas a las que le interesa lo que ocurre conmigo, pero no tanto como para leer esta absurdez. Mi vida tiene la cara triste y me mira con súplica. Y caigo en la cuenta, mi vida no es absurda porque ya no es mía, ahora pertenece a ti, tú llevas el timón y yo sólo limpio el parqué de proa. Ahora es absoluta, no miento, no me invento nada, me convierto en honorable y respetuoso, sincero y sensato.
-¿Un barco? Tú no tienes galones-.
-Los tendré y lo sabes-.
-No me hagas reír. Llevo toda mi vida intentando abrirte los ojos y sólo consigo que aparezcan más arrugas en tu frente-.
-Tú estás muerto. Descansa de una vez-.
-Vendrás conmigo cuando tu barco vaya a pique-, ríe mi hermano.

La Biblioteca

Después de regocijarse por enésima vez de un lado a otro de la cama, desesperada por no poder conciliar el sueño, Acathea se levantó descalza sin importarle el frío del suelo y miró enfurecida el desaliño de mantas y sábanas. Era la quinta noche consecutiva que no dormía, y aparte del cansancio acumulado debajo de sus ojos, era la insoportable sensación de impotencia lo que realmente le aturdía. Respiró hondo, esparció por el suelo la ropa de cama, y buscando en el orden la serenidad, hizo la cama cuidadosamente, alisando una y otra vez las sábanas hasta dejarlas como el vidrio, colocando las mantas una sobre otra en perfecta armonía, sacudiendo la almohada hasta alcanzar el grosor ideal y tendiendo el edredón de manera simétrica por ambos lados de la cama. Todo ello desde el más absoluto silencio, no quería despertar a sus padres, que dormían en la habitación contigua. Se desvistió, abrió el cajón, buscó otro pijama, de tejido sedoso, más fresco que el que llevaba puesto, se volvió a vestir y se echó sobre la cama en horizontal, con los pies en alto, apoyados sobre la pared, coqueteando con el equilibrio de un cuadro que llevaba en ese lugar desde siempre. Necesitaba dormir e intentó aclarar su mente. En su tentativa de evasión cerró los ojos fuertemente, hasta que la unión de sus párpados dolía.
Cuando abrió los ojos ya no estaba en su habitación. Al principio le pareció ver que estaba en una biblioteca, abrió y cerró los ojos varias veces a una velocidad vertiginosa para esclarecer su visión, pero efectivamente estaba en una biblioteca. Casi sin aliento, con una mezcla de miedo y de curiosidad miró a su alrededor. Era un edificio antiguo, con paredes de madera, grandes ventanales en los extremos del techo, muy alto e irregular, con incomprensibles entrantes y salientes. Repasó varias veces las enormes estanterías llenas de libros aparentemente viejos, que se apilaban uno contra el otro, sin dejar apenas hueco entre ellos. Por una enorme ventana se colaba un halo de luz matutina que iluminaba directamente una mesa de estudio de madera, con ralladuras en los bordes, rodeada por seis sillas de madera de roble oscura y con patas talladas con motivos florales. Luchando contra su inmovilidad, anduvo por la estancia dejando tras sí un crujido a cada paso que daba. Era una biblioteca enorme, casi infinita, llena de estanterías y escaleras. Contó hasta doce mesas iguales, con sus seis correspondientes sillas perfectamente colocadas, en una armonía perfecta, cuando a su derecha sonó una voz.
- Hola.
Acathea se sobresaltó, se quedó pálida, acentuando aún el morado de sus ojeras, el corazón golpeaba sus tímpanos y sus sienes. Un chico de estatura media, de ojos grandes y algo desaliñado le sonreía.
- ¿Está bien?
- ¿Quién eres? –suspiró Acathea-
- Soy Dorian, trabajo en la Biblioteca. ¿Puedo ayudarla en algo?
Acathea se miró avergonzada su cuerpo, pero no vestía el pijama sedoso, sino un vestido verde de cuello alto que le tapaba hasta las rodillas, unos calcetines rojos que alcanzaban hasta el tobillo y unos zapatos de charol negros algo desgastados por las puntas.
- ¿Dónde estoy?
- En la Biblioteca. ¿De verdad se encuentra bien?
- Hace un momento estaba en mi habitación, sobre mi cama, no podía dormir. ¿Cómo has dicho que te llamas?
- Mi nombre es Dorian, ¿le apetece un té?, no tiene muy buen aspecto –respondió Dorian-.
Sin esperar respuesta dio unos pasos hacia su derecha hasta llegar a lo que parecía un puesto de recepción, llenó una taza de té con leche y se la tendió. Acathea bebió despacio, y quizás por el absorbente olor del té recién hecho, empezó a calmarse.
- Esto es muy extraño, hace un momento estaba en mi habitación y ahora estoy aquí, en una biblioteca que no he visto nunca…–confesó Acathea-.
Dorian enarcó una ceja y dibujó una media sonrisa. Miró fijamente a Acathea y la agarró de la mano. Al notar la tibiez de la mano, Acathea se sintió segura y sus miedos empezaron a difuminarse. Observó a Dorian y entendió que sabía todo lo que estaba pasando.
- Acompáñame, esta biblioteca es muy especial, confía en mí.
Acathea se sintió arrastrada tras el joven. Mientras paseaban por el lugar, ella, mucho más calmada, escuchaba con atención lo que Dorian le explicaba. Le dijo que la biblioteca llevaba más de cuatrocientos años abierta, que hubo años en los que todas las mesas se llenaban de gente con ansia de lectura, que últimamente apenas entraba nadie, que la hemeroteca del sótano es considerada como uno de los mayores tesoros de la región, que poseía la mayor colección de volúmenes dedicados a botánica y que la estaba esperando.
- Cuando empecé a trabajar aquí fue lo primero que me enseñaron, como tratarte cuando regresaras. Has tardado mucho, incluso pensé que nunca llegarías –dijo Dorian-.
- Yo nunca había estado aquí. No puedes estar esperándome, eso es imposible, ni siquiera sé donde estoy.
- Claro que sí has estado aquí, tú eres la fundadora de esta biblioteca.
Quizás por la seguridad que transmitía la mano de Dorian apretando la suya, quizás por el ensoñamiento provocado por el cúmulo de sentimientos, empezó a recordar aquel lugar. Se veía en otro tiempo, con otra ropa, colocando libros en las estanterías, alineando las sillas, grabando su nombre en las mesas, leyendo hasta quedarse dormida sobre algún enorme tomo de historia natural, recordaba rostros, todos distintos, con el aura diferente de cada época.
- Recuerdo esta biblioteca, recuerdo estos salientes, esta luz, este olor a papel desgastado. Pero a ti no te recuerdo, tú eres nuevo, tú no has estado aquí siempre.
- No. Hace mucho que te fuiste la última vez. Te convertiste en una leyenda, en un mito. Ya nadie creía que volverías y tu ausencia también fue en la memoria de los lectores. Aunque yo sabía que vendrías. Estaba seguro y ahora estás aquí.
Dorian estrechó aún más la mano de Acathea, con un hábil movimiento se situó a escasos centímetros de ella y con los ojos clavados sobre sus labios, la observó detenidamente varios segundos. Acathea se sentía extrañamente feliz, llena de una vitalidad que creía no haber sentido nunca. Se sentía libre.
- Eres tan hermosa como dicen los libros. Ellos nunca mienten.
- Estás aquí por mí.
- Estoy aquí para ti. Sé que puedes sentirlo.
Dorian se apartó lentamente de ella, siguió mirándola esta vez desde un sitio más alejado. Con la extraña mueca en su boca, con los ojos entreabiertos, con las cejas arqueadas, pero con una extraña complicidad.
- Ésta es tu biblioteca. Tú la diseñaste a tu antojo. Eres la única dueña de todo esto. Puedes volver cuando quieras, sólo tienes que desearlo. Yo siempre estaré aquí cuidándola, asegurándome que todo esté tal y como tú la dejaste algún día. Pero ahora tienes que marcharte. Son las cuatro de la madrugada.

La Burla

Existen pocas cosas en la vida tan maravillosas como viajar en el tiempo. Poder volver al pasado y alterar tu historia, saldar cuentas, cambiar aquello que te castigó, aquello por lo que sufriste, momentos que te rompieron en mil pedacitos punzantes, despedidas que nunca se produjeron, besos que nunca se dieron. Volver a sentir la inocencia, los primeros sentimientos, el primer llanto, la primera risa, poder observar tu evolución desde el conocimiento, esta vez con el poder de mejorar, de revolucionar tu vida.
Colarte en lo más hondo de una cueva mientras un primitivo yo pinta bisontes en el techo, agrietar los pies en el desierto egipcio mientras se erige la pirámide de Keops, admirar la belleza de Nefertiti, dibujar con tinta en la China imperial, respirar en los montes andinos de la América precolombina, sentir el ahogo medieval, pagar diezmos, ser un rey divino, conquistar tierras para luego reconquistarlas, conocer al autor del Laooconte, escuchar a Platón, pelear en las Termópilas, esperar en un caballo de madera, una columna con mi nombre en la Roma Capito Mundi, morir en la arena como un gladiador, ser el arquitecto de un templo dedicado a Júpiter, saber leer de las piedras, hablar Indoeuropeo, acariciar la frialdad de animales desaparecidos, un mundo sin continentes, pisar por primera vez la tierra helada del extremo sur, expandir mi sabiduría, pertenecer a una Orden, seguir a un judío, inventar la rueda, vivir en una ciudad cercada, cruzar el mar Rojo, conocer al profeta, embarcarme en la Pinta, dejarme la piel por el nuevo mundo, conocer al asesino de Kennedy, ver un concierto de los Beatles, ser un girondino, inventar la bombilla, la vacuna contra la gripe, padecer la peste, vomitar ante el hedor de las burgo, un obrero en la catedral de Chartres, alumno de Tales, transcriptor de Descartes, un café con Kant, pelear en mi guerra, exiliarme, volver, escuchar a Mozart en su habitación, ser elegido Papa, meditar junto al Dalai Lama, desembarcar en Normandía, fotografiar junto a Capa, guerrillero en Sierra Madre, despertar en la Alhambra de la Granada nazarí, ver cómo caía el Coloso de Rodas, estudiar en la biblioteca de Alejandría, guiarme por su faro, que la manzana se la tirara yo a él y que no se cayera, limpiar la sangre dejada por el oreja cortada del pintor, espiar a Miguel Ángel mientras pule a su David, apuntar con mi honda al gigante, pilotar el Enola Gay, tomar sake en Hiroshima, ser abrasado, una fiesta en La Fábrica, visitar al rey Sol en su ilustrado palacio, definir el arte, aparecer en los libros de filosofía, ganar una medalla olímpica, competir desnudo, ser el cadáver que disecciona Leonardo, tertulia en Els Quatre Gats, un bolchevique, uno más en el crematorio, una mano que se alza en Berlín, la bala que destroza su cabeza, vodka por la victoria, volar en zeppelín, darle la vuelta al urinario, cruz roja en el pecho, mensajero llamado Maratón, luchar en Lepanto y volver junto a un manco, hablar en griego a un toledano, un afrancesado, mi huella en la Luna, llorar junto a la hoguera que quema al observador. Y tanto más.
La primera vez que viajé en el tiempo no quise ir al pasado, elegí viajar al futuro. La Historia me permitió conocer lo anterior, pero nadie nunca me contó lo venidero. Pensé que si sabía lo que iba a ocurrir estaría preparado cuando volviese al presente, poder actuar de la manera idónea para modificar el futuro y transformarlo a mi antojo. En el futuro tú estabas lejos, cuando por fin te encontré descubrí que aún te quería. Decidí cambiarlo.
En los siguientes viajes al futuro nunca dejé de quererte, por mucho que lo intentara en el presente. Incluso fui al pasado con la clara intención de asesinarte y eliminarte definitivamente, pero allí siempre acababa enamorado de ti. Ahora sé que no tiene sentido viajar en el tiempo.

Aristas

http://www.youtube.com/watch?v=yOKD_X9roNEhttp://www.youtube.com/watch?v=0otJB40zuTA

La Elección

La verdad es que ni siquiera recuerda todo lo que hizo durante aquella mañana. Como si todo lo que hubiese sucedido durante las horas previas no hubiese tenido la menor importancia, horas que se preguntan si su aportación ha sido necesaria. Que se levantó con un leve dolor de muelas, después de dos días terribles; que se duchó con agua templada porque el gas empezaba a agotarse; que pensó en afeitarse, pero que después de girar la cabeza a un lado y a otro delante del espejo decidió que esa barba de dos días le quedaba bien; que eligió la corbata granate mientras pensaba en comprar un paraguas en la tienda de enfrente del estanco cercano al gimnasio, tras conocer la previsión del tiempo la noche anterior mientras cenaba mirando la televisión; que tuvo que volver de nuevo a casa cuando bajaba el cuarto escalón entre la tercera y la segunda planta porque había olvidado el móvil en la mesa de la cocina; que al salir a la calle su cuerpo se erizó debido al frío; que había llegado al trabajo sin apenas mirar hacia ningún sitio, escuchando un disco que le había recomendado una amiga; que en realidad no podría nunca decir si el cantante era hombre o mujer; que al entrar a la oficina lo primero que hizo fue recoger el correo y sentirse desilusionado porque no contestaban a su petición de ocupar la sala de conferencias del ayuntamiento; que durante tres horas se mantuvo absorto en la realización de un informe de viabilidad sobre la implantación de placas solares en el tejado de un bloque de viviendas situado en las afueras; que desayunó en el bar de siempre, que tomó lo de siempre y que como siempre saludó a las personas de siempre; que todavía no había meado; que después de llamarla tres veces sin éxito no sintió ningún tipo de sospecha. Tampoco recuerda que aquel día abandonó su puesto un par de horas antes porque la empresa pasaba una auditoría y él no era necesario; que al volver a casa compró una revista de decoración que sabía que no iba a leer; que se giró tres veces para mirar el trasero de dos chicas diferentes (uno lo miró dos veces, era difícil de creer); que al notarse las llaves del piso de su novia en el bolsillo pensó en darle una sorpresa.
Nada de eso existe en su mente por esa extraña capacidad humana de eliminar de su memoria todo lo que no es relevante. Cuando entró al piso de ella, no lo hizo sigiloso, tampoco es que fuera escandaloso. Andando por el pasillo que llegaba hasta la sala de estar se fijó en las láminas colgadas de las paredes, las había comprado él durante un viaje a Venecia el invierno anterior. Dejó el maletín sobre el sofá y entró a la habitación de ella, pensando que aún dormía.
Estuvo apoyado en el marco de la puerta más de dos minutos en los que no sintió nada. Sus ojos se abrieron de par en par, sus músculos se tensaron, su corazón se aceleró, como si el cuerpo fuese el de un soldado apontocado en la trinchera esperando órdenes de asalto. Pero su mente estaba bloqueada, hubiese jurado que su cerebro era de mármol.
Al cerrar la puerta de la habitación ella frenó su contoneo, paró un instante, aún con la cara rojiza, despeinada y con una veladura de sudor sobre su pecho.
- ¿Qué ocurre?
- Me ha parecido oír un ruido.
- Yo no he oído nada. Anda ven aquí.
- No, en serio, he oído algo.
- ¿Voy a ver?
Pero en ese momento un movimiento firme e inteligente de cadera del hombre espantó cualquier duda y a partir de ese momento los movimientos se hicieron más rápidos, más rudos y exagerados. Los gemidos subieron su volumen y a los pocos segundos ya no quedaba rastro de cualquier ruido en la memoria de ella.
Él cogió su maletín, dejó la llave en la mesa donde estaba el teléfono, recorrió despacio el pasillo, llegó hasta la puerta, echó una última mirada hacia atrás, hacia las láminas venecianas, aspiró profundamente y cerró la puerta tras él con enorme mimo. Una vez en la calle tomó conciencia de lo que acababa de ocurrir y se sorprendió por su falta de sentimientos. Apenas se apreciaba cambios en sus gestos. Como si no hubiese ocurrido nada excepcional. Miró hacia arriba, empezaba a nublarse y se decidió en comprar el paraguas. De camino a la tienda, buscó en los bolsillos de la americana su móvil, marcó un número de memoria y tras tres tonos de espera respondió una voz femenina.
- Hola.
- La he dejado.
- ¿Qué?
- Ya me has oído.
- ¿Pero por qué?
- No puedes preguntarme eso.
- Pensé que nunca lo harías.
- Necesito verte.
- Te quiero.
- Y yo a ti. Y yo a ti.

La Oportunidad

Al poco de apagarse la luz de la habitación se abre la puerta. En un gesto instintivo se abraza con el rebecón verde que lleva puesto para abrigarse de un frío inexistente. Tras poner el pie izquierdo en la acera, abre de nuevo la puerta y grita algo hacia dentro, cuando se da la vuelta su gesto es contrariado, poniendo atención a voces inaudibles que llegan desde dentro. Lentamente cierra la puerta con la mano derecha y rápidamente la refugia de nuevo bajo la izquierda. Debe tener las manos frías. Mira hacia un lado de la calle, luego hacia el otro. En este se detiene más, algo ha llamado su atención, parece que un perro que mira a su dueña, una mujer pesada y mayor de sesenta que habla alegremente con una de las vecinas. Esboza una pequeña sonrisa que dura unos segundos para desaparecer como si un halo hubiese barrido su cara. Mira al suelo mientras dibuja algo con el pie derecho, luego mira al cielo, frunce el ceño porque probablemente le moleste la luz. Mueve la cabeza colocándose la melena con la ayuda del viento. Suspira y se sienta en la entrada de la casa, que parece ser su casa familiar. Pone su pierna izquierda todo lo recta posible para sacar del bolsillo del ceñido vaquero un paquete de tabaco. Coge un cigarro y deja el paquete a un lado. Apenas se le ven lo dedos de las manos escondidas bajo las mangas de lana. Busca el mechero por el resto de bolsillos. No lo encuentra. Se lamenta y hace ademán de levantarse pesadamente cuando se da cuenta que está dentro en el bolsillo de atrás. Se enciende el cigarro y aspira el humo con la boca abierta, tarda unos segundos en expulsarlo. Apoya su cabeza en su mano izquierda, la misma que sujeta su cigarro, el humo desenfoca su cara. Constantemente mira hacia un lado y otro de la calle, hasta que mira a su izquierda. Allí sostiene la mirada mientras se consume el tabaco entre sus seguramente finísimos dedos. De repente se sobresalta, mira de nuevo al cielo y le da una última calada expulsando el humo mientras recoge la cajetilla y el mechero y lo guarda en el bolsillo izquierdo, se levanta y se abriga. De nuevo de pie hace una cola con su pelo para después soltarlo, moverlo al viento y repetir la operación anterior, esta vez para dejársela. Entra a su casa echando un último vistazo hacia el lado izquierdo de su calle.


- Cariño, a mí la casa me gusta, parece una calle tranquila, parece un pueblo tranquilo, podríamos decorarla, no sé. Oye, sé que no te apetece mucho la idea de alejarte de la ciudad, pero por favor, entiéndeme, es una gran oportunidad.
- Nos la quedamos, en serio, nos la quedamos. Parece un buen lugar. Además las vistas son maravillosas.

Sense





Lo común de los mortales

Mi hermana y yo dormíamos en la misma habitación hasta que ella se fue de casa. Todas las noches cuando ella apagaba la luz, yo permanecía con los ojos abiertos, contemplando la oscuridad, pensando si esa era la misma oscuridad del ciego, o si era la misma visión de la muerte. Buscaba desesperado algún halo de luz, por minúsculo que fuera, en los que mis ojos pudieran centrar su atención, que me devolviera a la realidad, que me situara de nuevo en mi habitación. Algunas noches lo encontraba en uno de los huequecitos de la persiana, otras no, y entonces el miedo se adueñaba del lugar, no podía ver nada, sólo oscuridad, nada más que oscuridad, por momentos ya no estaba en ningún sitio, ya no pertenecía a nada, solamente era yo en medio del abismo. No me daba miedo la oscuridad, lo que me aterraba era ser consciente de ella. Llamaba a mi hermana, ¿estás despierta?, sí, duérmete ya. Su voz estaba allí, pero no podía verla, era como si me hablase desde otro mundo lleno de claridad. Así pasaba la noche, alejado del tiempo y del espacio, como en una terrible eternidad. En algún momento del no tiempo, se oía un ruido y la habitación se iluminaba. En la medida en que mis ojos se acostumbraban al paisaje, mi miedo se desvanecía. Entraba mi madre en la habitación para despertarnos y mi miedo se difuminaba en una libertad pasajera, que duraba justo hasta el momento de oscuridad venidero.
Siempre quise contárselo a alguien, incluso lo hice a algunos de mis amigos del colegio, pero se reían de mi cobardía, porque me daba miedo la oscuridad. No lo entendían, a mí no me daba miedo la oscuridad, me daba miedo ser consciente de ella. Un día decidí contárselo a mi padre y avergonzado le dije que no podía dormir por las noches porque tenía miedo desde que la luz se apagaba. Él me respondió que era normal tenerle miedo a la oscuridad, que en un niño esas cosas pasan, que a él también le pasaba cuando tenía mi edad, pero que tenía que ser valiente, convencerme de que no había ningún peligro, que cuando las luces ya no están, todo sigue en el mismo lugar, sólo que todo descansa de nuestras miradas. Me alegró saber que él también tuvo miedo, aunque fuese diferente, porque a mí no me daba miedo la oscuridad, me daba miedo ser consciente de ella.
Poco tiempo después entendí la muerte. Mi primo murió, y cuando lo hizo, lo hizo para siempre porque ya no volvió más. Le pregunté a mi padre que se sentía cuando te mueres, él me dijo que era como si se apagara la televisión de repente, ya no hay nada, de un momento a otro todo se oscurece y ya no se enciende. Yo le pregunté que si dolía, él me dijo que no, que en la muerte ya nada se siente. Aquel día encendí la tele y la apagué mil veces y en todas lo que quedaba era oscuridad, la pantalla se volvía negra, como mis noches. Me dio mucha pena por mi primo, no porque se muriera, sino porque quizás, como yo cuando mi hermana apagaba la luz, tendría que estar eternamente mirando la oscuridad. Debe ser horrible, solía pensar, es aterrador. Por eso me daba miedo la muerte, porque iba a ser consciente de ella.
Crecí durmiendo de día y observando de noche, allí hablaba con mi primo y me contaba como era su oscuridad. Decía que estaba encerrado y que no veía nada, yo le decía que aguantara, que al final alguien abriría la puerta para despertarlo, aunque yo sabía que eso era imposible. Definitivamente la muerte era terrible, nadie podía desearla. Le dije a mi padre que me daba mucho miedo la muerte, él me dijo que a todas las personas les da miedo la muerte porque nadie sabe que hay después de ella. Yo sí sabía lo que había, ser consciente de ello era lo que me paralizaba. Lo que yo no sabía era que la muerte también se puede elegir, que las personas pueden elegir su momento de morir y me quedé fascinado con el poder humano. Mi vecino se lanzó desde el puente hasta el río y allí se ahogó porque él quiso. Recuerdo oír a todos mis vecinos decir que algún día pasaría, que no andaba cuerdo, que decía cosas muy extrañas, que pobre su madre, que pena de hijo, que ya lo tenía el Señor en su gloria. Yo pensaba que mi vecino era un hombre valiente porque había elegido la oscuridad por él mismo, libremente. Quiso que la puerta ya no se abriera y eso me hizo dudar si la oscuridad era tan profunda, si realmente era yo el que no veía las cosas que en ella existían. Si mi vecino había decidido quedarse en ella era porque allí era más feliz que cuando todo se veía. Durante las noches que siguieron a la hazaña de mi vecino, me concentré totalmente en la oscuridad, la miré fijamente, intenté dejar mi mente evadida de todo recuerdo, me sentía como un explorador, como un policía que interrogaba a un sospechoso buscando alguna mentira. Me cansé de no ver nada y abandoné mi propósito, pero descubrí que había perdido el miedo a ser consciente que existía la oscuridad, ahora tenía una relación especial con ella, ahora nos gustábamos mutuamente. Incluso recuerdo el día en que ella me invitó a dormir juntos.
Entonces lo malo de la muerte no era la oscuridad, incluso era buena. Seguía sin entenderlo. Hubo un tiempo en que creí que lo malo de la muerte era el infierno. Siempre había escuchado aquello de que existían lugares a los que ibas después de muerto como premio o castigo a la forma en que habías vivido. Los malos al infierno, los buenos al cielo. Pero, ¿Qué había en esos lugares? Mi padre me dijo que en el cielo está Dios, con su hijo, el Señor y la Virgen María. Toda la gente buena estaba allí, mi primo, mi tío, mi abuelo y mi amigo al que siempre le dolía la cabeza. Era un sitio magnífico aquél, vivías entre las nubes, allí no faltaba de nada, había ángeles y agua que caía en cascadas infinitas, fruta fresca y mucha paz. Por eso, decía mi padre, hay que honrar a Dios y a la Virgen, porque nos protegerán en vida y nos abrirán las puertas del cielo, del descanso blanco. Ahora era lógico que todos los años fuésemos un fin de semana a un santuario en la sierra a ver a la Virgen, porque ella nos vería y cuidaría de nosotros. El infierno, según mi padre, era un sitio extraño, dónde hacía calor y la gente sufría porque cumplía condena por sus pecados realizados en vida. Yo pregunté cuáles eran los pecados y que condenas tenían cada uno, pero mi padre no me supo responder. Mi abuela me dijo un día que mi vecino también estaba en el infierno. Pensé que era el lugar dónde estaban los valientes.
Seguía sin diferenciar qué es lo que tenía la muerte que me daba tanto miedo. En eso estaba pensando cuando un día mi padre me llevó al hospital a ver a mi abuela. Me dijo que estaba muy enferma, que le diera un beso porque quizás ya no la vería más. Recuerdo el gesto inexpresivo de mi abuela, su movimiento de ojos, su boca abierta, todos aquellos tubitos transparentes que entraban y salían de su boca y su nariz y recuerdo su miedo. Cuando me miró pude ver toda la oscuridad allí encerrada. Mi abuela era consciente de que se moría y estaba asustada, temblaba de miedo y pedía auxilio. Recordé la oscuridad de mi habitación, su atemporalidad, su infinidad y recordé el miedo, lo identifiqué y casi pude tocarlo. Mi corazón en ese momento se llenó de alegría porque entendí que el miedo no es sólo mío, porque el miedo lo aprendimos y como montar en bicicleta, ya no se olvida.
Algunas veces pienso que sería mejor si no nos explicásemos unos a otros qué es el miedo, pero eso es imposible, porque el miedo da demasiado miedo, y a todos nos gustan las historias de miedo.

Occidente.

Después de un naufragio en costas portuguesas, salvando la vida agarrado al cuerpo abuhado de uno de sus compañeros de fragata durante treinta y ocho horas y doce minutos, el cuerpo de salvamento marino lo lleva hasta tierra firme. Se recupera pronto, y en una de las lonjas del puerto, conoce a la que poco después se convierte en su esposa. Afincado en la antigua Lusitania, conoce a otros marinos con conocimientos en cartografía y geografía. Una tarde cualquiera, cuando el mayor de los amigos se dirige hacia la barra de una taberna cualquiera para pedir otro té, nuestro navegante propone viajar a las Indias, utilizando otra ruta que no sea la normal en este momento, es decir bordeando África. Tras una explicación certera, con mapa en mesa y dedo señalando, ciento veintitrés días después izan velas con destino a Inglaterra. En ese viaje llegaron hasta Islandia. A su regreso, la euforia de haber conseguido tal hazaña, hace que su bella esposa sufra al día siguiente unos dolores punzantes en las ingles que ella cree que son agujetas.
Con la confianza propia de haberse burlado de todos los mitos que decían que poco más allá del cabo Finisterre el mundo se precipitaba hacia el más absoluto abismo, o en su defecto que unos monstruos de tamaño supremo iban a devorarlos antes de poder cagarse en los pantalones, se dispone hablar con Juan II en busca de apoyo para emprender su viaje hacia las Indias por occidente. Nuestro hombre de mar asegura que así podrán evitar las emboscadas piratas frecuentes en las costas de África, además de evitar el mal trago que supone enfrentarse con los turcos, un pueblo muy dado a dar primero y preguntar después del cuarto golpe. Pero José II, tras quedar maravillado con un diamante que pesaba tanto como el urinario de plata que había bajo su cama, regalado por otro navegante en agradecimiento por salvar la vida de su hermano, ladrón de profesión y vocación, las Indias no era su destino favorito, sino más bien las tierras bañadas por el Cabo Verde. Pero nuestro incansable amigo no tira la toalla, y un buen día, tras algunos angustiosos debido a la protocolaria burocracia, se presenta ante los Reyes Católicos españoles, que tras varios años de duda, años que nuestro amigo utilizó para formarse aún más en geografía y en botánica, y tras la conquista de Granada, aprueban el proyecto. Cuando nuestro aventurero recibe la noticia lo primero que piensa es en el cuerpo de su mujer durmiendo en una cama con sábanas de seda pura.
Y así es como nuestro explorador de aguas desconocidas flanqueado por un grupo de hombres, auténticos lobos de mar, en tres preciosos y flamantes barcos, parten de un puerto del sur español rumbo a las Indias, por occidente.
Si llegaron o no es una incógnita, unos dicen que naufragaron tras una terrible tormenta a pocos kilómetros de las Islas Azores; otros que sí llegaron, y que se convirtieron al hinduismo y estuvieron meditando el resto de sus días; otros sostienen que alcanzaron nuevas tierras y que allí fueron coronados reyes y que sus lujos y avaricia no les dejaron volver. La versión más extendida, por supuesto, es que nuestro amigo fue un intrépido y que como era normal, los tres barcos se precipitaron en el profundo abismo, si es que llegaron hasta allí, salvando a tantas bestias marinas. Lo que sí es cierto es que no regresaron, que el fin del mundo sigue siendo el cabo Finisterre y que la mujer de nuestro valiente amigo durmió en sabanas de seda, enviadas por los Reyes Católicos en honor a su marido desaparecido.

Rumores, Bizcochos y Arándanos.

- No ha sido fácil pedirte que vinieras hasta aquí, te lo prometo. Pero debes entenderme, necesitaba verte. Sé lo que estás pensando, que todo esto no tiene sentido, que no puedo llamarte así como así, sin respetar nada. Seguro que estás ocupada, tendrás mil cosas que hacer. Pero es importante. Bueno, al menos para mí es importante. De todas maneras, ante todo, te agradezco que estés aquí, ¿lo puedo interpretar como una señal?, bueno mejor no, no cambio nunca, ya me conoces. Aunque nada me quitará la ilusión, lo siento. Bueno voy a intentar resumir en unas pocas frases todo lo que quería decirte. Incluso había pensado en preparármelo a modo de discurso, ya sabes, apuntarlo todo en un trozo de papel, o al menos un guión, para no perderme. Cuando pienso en ti siento que la cabeza me hierve. Se amontonan las ideas, los sentimientos, quizás los recuerdos, no lo sé, pero me mantienes activo, vivo. No es que vaya a morir si me rechazas, no me malinterpretes, ya sabes, lucho por ser autosuficiente, aunque algunas veces cueste, pero lo intento cada día, y voy progresando no creas, poco a poco me conozco mejor y, bueno vale me callo, tu mirada te delata. Por eso lo del guión, siempre me voy por las ramas, no te voy a sorprender ahora. Vale a lo que iba. Pues eso, a ver, pues que, en fin, que te echo de menos. La verdad, así dicho, parece un argumento de poco peso, al fin y al cabo es sólo mi opinión, ni siquiera te he preguntado por lo que tú piensas de todo esto, pero bueno, ya sabes, estás aquí, y, bueno, bueno mejor continúo. Oye, si me largué así, de repente, lo siento, simplemente tenía miedo, sé que mi cobardía te destrozó, pero bueno, es que, bueno no tengo excusa, pero te digo la verdad, simplemente me dio miedo. No sabía si era capaz de poder estar contigo, bueno con nadie, ni siquiera me sentía capaz de estar a solas conmigo mismo. Pensar que tenía que cuidarte día a día, me aterrorizaba. Aunque está claro que es una tontería, eres mayorcita como para cuidarte por ti misma, sin la ayuda de mi torpeza, no hay más que verte. Estás genial. Aunque no pares de fumar, ¿por qué fumas? Antes casi no lo hacías, bueno el tabaco es una de mis debilidades, no soy el más indicado, pero he pensado muchas veces en dejarlo, otra vez me estoy yendo. Voy a centrarme. Es mejor que acabe con todo esto. Estoy un poco nervioso, aunque no sé, eres tú, no debería estarlo. Oye, me importas, mucho. Sé que oíste muchas cosas sobre mí, sobre mi comportamiento, bueno, lo pudiste comprobar por ti misma en muchas ocasiones, pero no todo era cierto. No sé, quizás entré en una espiral que poco tiene que ver conmigo, poco o nada. Ahora me planteo porque me importaba tanto lo que sucedía allí, creo que estaba demasiado desubicado, no sólo en la ciudad, que bueno, no era como te imaginabas, sino en mi vida. Bueno, tampoco es que tuviese motivos para andar quejándome siempre como lo hacía, pero, bueno, vale, vuelvo a lo que te decía, vaya facilidad la mía para irme a otros lugares, qué te voy a contar que ya no sepas. Mira que sólo quería decirte que no sé tú, pero que para mí nada de esto tiene significación sin ti. Te necesito, y ese es el problema, que parece que tú a mí no. En realidad estoy seguro de ello. No dices nada, bueno, mejor así. Bueno, dime algo, no sé, lo que sea.
- ¿Se han decidido ya?
- Sí, bueno, a ver, bueno, un té, bueno no, mejor un café, con leche, sí, bueno descafeinado con leche, mejor, hoy ya he tomado demasiado café, de sobre, mejor de máquina. Para ella, no sé, pues, ¿bizcocho de arándanos? Sí. Bizcocho de arándanos y zumo de piña. Gracias. Antes te encantaba el bizcocho de arándanos, quizás querías otra cosa, bueno puedo llamar a la camarera y pedir lo que prefieras. No sé, parece que no te apetece, pero en este sitio el bizcocho está exquisito, te va a encantar, aunque bueno si quieres otra cosa, pues se pide ya está, no pasa nada. Bueno lo que te estaba diciendo. Ya me perdía otra vez.

Una noche en el cine


Luces de Ciudad






La luz como fuente de vida. La luz es la demostración de que algo o alguien detrás actúa, sobrevive, se mueve y observa. La ciudad está llena de esas luces que esconden vidas anónimas, tan cercanas y desconocidas al mismo tiempo.