miércoles, 27 de octubre de 2010

Lo común de los mortales

Mi hermana y yo dormíamos en la misma habitación hasta que ella se fue de casa. Todas las noches cuando ella apagaba la luz, yo permanecía con los ojos abiertos, contemplando la oscuridad, pensando si esa era la misma oscuridad del ciego, o si era la misma visión de la muerte. Buscaba desesperado algún halo de luz, por minúsculo que fuera, en los que mis ojos pudieran centrar su atención, que me devolviera a la realidad, que me situara de nuevo en mi habitación. Algunas noches lo encontraba en uno de los huequecitos de la persiana, otras no, y entonces el miedo se adueñaba del lugar, no podía ver nada, sólo oscuridad, nada más que oscuridad, por momentos ya no estaba en ningún sitio, ya no pertenecía a nada, solamente era yo en medio del abismo. No me daba miedo la oscuridad, lo que me aterraba era ser consciente de ella. Llamaba a mi hermana, ¿estás despierta?, sí, duérmete ya. Su voz estaba allí, pero no podía verla, era como si me hablase desde otro mundo lleno de claridad. Así pasaba la noche, alejado del tiempo y del espacio, como en una terrible eternidad. En algún momento del no tiempo, se oía un ruido y la habitación se iluminaba. En la medida en que mis ojos se acostumbraban al paisaje, mi miedo se desvanecía. Entraba mi madre en la habitación para despertarnos y mi miedo se difuminaba en una libertad pasajera, que duraba justo hasta el momento de oscuridad venidero.
Siempre quise contárselo a alguien, incluso lo hice a algunos de mis amigos del colegio, pero se reían de mi cobardía, porque me daba miedo la oscuridad. No lo entendían, a mí no me daba miedo la oscuridad, me daba miedo ser consciente de ella. Un día decidí contárselo a mi padre y avergonzado le dije que no podía dormir por las noches porque tenía miedo desde que la luz se apagaba. Él me respondió que era normal tenerle miedo a la oscuridad, que en un niño esas cosas pasan, que a él también le pasaba cuando tenía mi edad, pero que tenía que ser valiente, convencerme de que no había ningún peligro, que cuando las luces ya no están, todo sigue en el mismo lugar, sólo que todo descansa de nuestras miradas. Me alegró saber que él también tuvo miedo, aunque fuese diferente, porque a mí no me daba miedo la oscuridad, me daba miedo ser consciente de ella.
Poco tiempo después entendí la muerte. Mi primo murió, y cuando lo hizo, lo hizo para siempre porque ya no volvió más. Le pregunté a mi padre que se sentía cuando te mueres, él me dijo que era como si se apagara la televisión de repente, ya no hay nada, de un momento a otro todo se oscurece y ya no se enciende. Yo le pregunté que si dolía, él me dijo que no, que en la muerte ya nada se siente. Aquel día encendí la tele y la apagué mil veces y en todas lo que quedaba era oscuridad, la pantalla se volvía negra, como mis noches. Me dio mucha pena por mi primo, no porque se muriera, sino porque quizás, como yo cuando mi hermana apagaba la luz, tendría que estar eternamente mirando la oscuridad. Debe ser horrible, solía pensar, es aterrador. Por eso me daba miedo la muerte, porque iba a ser consciente de ella.
Crecí durmiendo de día y observando de noche, allí hablaba con mi primo y me contaba como era su oscuridad. Decía que estaba encerrado y que no veía nada, yo le decía que aguantara, que al final alguien abriría la puerta para despertarlo, aunque yo sabía que eso era imposible. Definitivamente la muerte era terrible, nadie podía desearla. Le dije a mi padre que me daba mucho miedo la muerte, él me dijo que a todas las personas les da miedo la muerte porque nadie sabe que hay después de ella. Yo sí sabía lo que había, ser consciente de ello era lo que me paralizaba. Lo que yo no sabía era que la muerte también se puede elegir, que las personas pueden elegir su momento de morir y me quedé fascinado con el poder humano. Mi vecino se lanzó desde el puente hasta el río y allí se ahogó porque él quiso. Recuerdo oír a todos mis vecinos decir que algún día pasaría, que no andaba cuerdo, que decía cosas muy extrañas, que pobre su madre, que pena de hijo, que ya lo tenía el Señor en su gloria. Yo pensaba que mi vecino era un hombre valiente porque había elegido la oscuridad por él mismo, libremente. Quiso que la puerta ya no se abriera y eso me hizo dudar si la oscuridad era tan profunda, si realmente era yo el que no veía las cosas que en ella existían. Si mi vecino había decidido quedarse en ella era porque allí era más feliz que cuando todo se veía. Durante las noches que siguieron a la hazaña de mi vecino, me concentré totalmente en la oscuridad, la miré fijamente, intenté dejar mi mente evadida de todo recuerdo, me sentía como un explorador, como un policía que interrogaba a un sospechoso buscando alguna mentira. Me cansé de no ver nada y abandoné mi propósito, pero descubrí que había perdido el miedo a ser consciente que existía la oscuridad, ahora tenía una relación especial con ella, ahora nos gustábamos mutuamente. Incluso recuerdo el día en que ella me invitó a dormir juntos.
Entonces lo malo de la muerte no era la oscuridad, incluso era buena. Seguía sin entenderlo. Hubo un tiempo en que creí que lo malo de la muerte era el infierno. Siempre había escuchado aquello de que existían lugares a los que ibas después de muerto como premio o castigo a la forma en que habías vivido. Los malos al infierno, los buenos al cielo. Pero, ¿Qué había en esos lugares? Mi padre me dijo que en el cielo está Dios, con su hijo, el Señor y la Virgen María. Toda la gente buena estaba allí, mi primo, mi tío, mi abuelo y mi amigo al que siempre le dolía la cabeza. Era un sitio magnífico aquél, vivías entre las nubes, allí no faltaba de nada, había ángeles y agua que caía en cascadas infinitas, fruta fresca y mucha paz. Por eso, decía mi padre, hay que honrar a Dios y a la Virgen, porque nos protegerán en vida y nos abrirán las puertas del cielo, del descanso blanco. Ahora era lógico que todos los años fuésemos un fin de semana a un santuario en la sierra a ver a la Virgen, porque ella nos vería y cuidaría de nosotros. El infierno, según mi padre, era un sitio extraño, dónde hacía calor y la gente sufría porque cumplía condena por sus pecados realizados en vida. Yo pregunté cuáles eran los pecados y que condenas tenían cada uno, pero mi padre no me supo responder. Mi abuela me dijo un día que mi vecino también estaba en el infierno. Pensé que era el lugar dónde estaban los valientes.
Seguía sin diferenciar qué es lo que tenía la muerte que me daba tanto miedo. En eso estaba pensando cuando un día mi padre me llevó al hospital a ver a mi abuela. Me dijo que estaba muy enferma, que le diera un beso porque quizás ya no la vería más. Recuerdo el gesto inexpresivo de mi abuela, su movimiento de ojos, su boca abierta, todos aquellos tubitos transparentes que entraban y salían de su boca y su nariz y recuerdo su miedo. Cuando me miró pude ver toda la oscuridad allí encerrada. Mi abuela era consciente de que se moría y estaba asustada, temblaba de miedo y pedía auxilio. Recordé la oscuridad de mi habitación, su atemporalidad, su infinidad y recordé el miedo, lo identifiqué y casi pude tocarlo. Mi corazón en ese momento se llenó de alegría porque entendí que el miedo no es sólo mío, porque el miedo lo aprendimos y como montar en bicicleta, ya no se olvida.
Algunas veces pienso que sería mejor si no nos explicásemos unos a otros qué es el miedo, pero eso es imposible, porque el miedo da demasiado miedo, y a todos nos gustan las historias de miedo.

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