martes, 14 de diciembre de 2010

EL ARTISTA SECRETO

Antes de esperar a Godot, Samuel Beckett, irlandés y, por tanto, hombre de mar, descubrió admirando el océano que lo único con lo que contaba era con su estupidez. Se dio cuenta de su inmensa ignorancia y su poca capacidad imaginativa, en definitiva se sintió humano. Fue entonces cuando comprendió que ante tan abrumadora verdad solo la expresión sin prejuicios de lo que sentía podía tener validez, total, todo lo resultante no podía dejar de ser algo estúpido y vacío. Beckett era un genio, uno de esos malditos genios que nacen de vez en cuando, de esos que saben ver en esta anodina vida momentos tan especiales capaces de hacerte ser parte del todo, de escribir tu nombre en la posteridad. Su estupidez congénita y común a todos y su asimilación lo hizo fronterizo, una persona que vivía en un mundo que se podía derrumbar en cualquier momento, sin necesidad de ninguna fuerza mayor que la de un solo suspiro. Bram Van Velde era su amigo, probablemente el único amigo de Van Velde, y lo consideraba peligroso, demasiado bueno para este mundo. Beckett pensaba que Van Velde era un pintor metafísico, que había superado la abstracción para convertirse en una poesía andante, que se reflejaban en guache imposibles, en composiciones rabiosas.
Van Velde fue un pintor holandés que vivió en una especie de soledad infinita en medio de una búsqueda constante. A los 25 años se fue de su país, al que volvió anciano y cansado. En Francia, paraíso para los perdidos con algo que contar solo encontró miseria y anonimato. Pintaba por una especia de necesidad interior. Influenciado por el expresionismo abstracto llegó a París para dejarse llevar por el fauvismo encantador de Matisse, y así aprender el arte decorativo puramente pictórico. Bram Van Velde no era un trabajador incansable, pintaba por temporadas, solo cuando realmente lo necesitaba, lo suyo era más una búsqueda, un permanente estado de alerta para luego representarlo con témpera, huyendo de cualquier ornamento innecesario, buscando siempre la forma más esencial y pura. Atormentado por buscar, trabajar poco lo hacía más débil. Sentía fascinación y a la vez repudio por personajes como Picasso, del que dicen estuvo pintando en la víspera de su muerte. Era el camino del éxito, el trabajo constante que a la vez suponía éxito, que a la vez era el motivo del trabajo constante. Una espiral que nunca supo entender el pintor holandés. Quizás por eso sus primeras exposiciones individuales llegaron pasados los 50 años y con una fracaso rotundo. Hacia mediados de los años 40 dejó de pintar, cansado de ir y venir, vivió en Córcega y en Mallorca, encarcelado en París por no tener permiso de residencia, dejó el arte como el que deja el tabaco, de mentira.
Lo cierto es que este personaje tan especial, tan complicado y solitario ha sido el artífice de la pintura lírica abstracta que dio paso a muchos otros movimientos después de la II Guerra Mundial. Un artista con mayúsculas, lleno de musicalidad en sus movimientos, en sus composiciones coloridas. Claro que quizás se lo dices a él en persona y se hubiese encogido de hombros, como si la cosa no fuese con él.

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