domingo, 21 de marzo de 2010

CAPÍTULO 1. La Teoría de la Catástrofe de Toba.

Jeremy, compañero en el Departamento, me invitó a salir esa noche. Después de dos años y medio en Coventry, aún no conocía demasiado bien los pubs de la ciudad. No es que no me gustara beber fuera de casa, pero la realidad es que no tenía demasiado tiempo, las clases ocupaban muchas horas del día y estaba preparando mi tesis, y el único, y el mejor, momento para poder trabajar era la noche. Por lo que mis salidas se limitaron casi exclusivamente a unos cuantos cafés con colegas y alguna escapada al cine para ver los nuevos estrenos. Pero aquella noche me dejé convencer. Jeremy era un tipo bajito, rubio y con evidentes problemas de alopecia que, sin embargo, los disimulaba muy bien, El poco pelo que le quedaba en la cabeza lo conjuntaba a la perfección con una cuidada perilla y un aspecto milimétricamente desaliñado. Vestía vaqueros Levi´s desgastados, camisas de cuadros, chaquetas de pana y siempre llevaba gorros de lana. Parecía un leñador de los campos escoceses, pero en realidad era catedrático de Estudios Hispánicos, número uno de su promoción en Oxford y por su tesis, que había sido publicada también en castellano, recibió una mención especial de la Real Academia de la Lengua. Era curioso, sin embargo, su torpe acento español. Yo impartía clases de Literatura Española Contemporánea en la universidad. Estudié Filología Inglesa en la Complutense. Aunque fue en Londres, durante el año posterior a mi graduación cuando aprendí inglés. Como muchos, decidí viajar casi a la aventura. En Londres encontré trabajo, primero en un Starbucks, posteriormente en la cafetería de una escuela de idiomas, luego como profesor en ella y poco después tenía una recomendación expresa del director del centro para trabajar en Coventry con un compañero de estudios en Oxford llamado Jeremy Fellon.
En The Old Windwill servían las mejores cervezas de todo West Midlands, o al menos eso aseguraba Mr. Fellon. Yo siempre pedía Guinness, por lo que la diferencia para mí era nula, aunque es verdad que allí estaba más fresca. Era un bar típico inglés, fabricado en madera, de fachada blanca, con sillas que no paraban de crujir, lámparas de copa verde muy bajas, las paredes llenas de cuadros conmemorativos al proceso de fermentación de la cerveza y una campana que sonaba justo antes de la última ronda. Si no fuese por la limpieza del aire debido a la prohibición de fumar en lugares públicos y que uno de los servicios de la taberna era acceso a internet gratuito por WiFi, hubiese sido complicado determinar la fecha exacta que la que me encontraba. Después de tres pintas, la conversación viró desde la discusión sobre los perfiles clásicos de los alumnos de tercer año hasta la fogosidad sexual de las inglesas del norte. Desde que llegué a Coventry, sólo había tenido tres citas que acabaron en la cama, y además con tres alumnas, cosa que despertaba una inusitada admiración en Jeremy, que se reía nerviosamente, encendiendo su cara, cuando en voz baja y entre dientes me preguntaba sobre los detalles que nunca conseguía conocer.
Nunca había ligado mucho. Tuve mis momentos, como todos, en especial en mi segundo año de universitario, en Madrid. Aún hoy no entiendo el motivo, pero aquel año dormí más veces en camas ajenas que en la mía propia. Pero segundo curso acabó, y la verdad mis escarceos amorosos se redujeron bastante, por no decir una barbaridad. No era especialmente guapo, ni alto, ni atlético. Mido poco más del metro y setenta centímetros y no peso más de setenta kilos. No tenía peinados modernos sacados de estrellas del rock ni llevaba piercings. Creo que tengo la nariz pequeña, o al menos no encuentro su concomitancia con el resto de la cara. Tengo los ojos muy grandes, blanco de bromas para mis compañeros de colegio y para mis alumnos de universidad y no tenía la musculatura definida. Solía correr tres o cuatro días por semana y los fines de semana aprovechaba para ir a nadar a una piscina cercana a mi casa, pero nunca he encontrado la manera de hacer notar mis músculos. A veces pienso que directamente no existen. En mi favor, diré que casi todas las mujeres que se han acostado conmigo encuentran atractiva mi delgadez, y todas coinciden en definirme como alguien interesante, parece ser que soy ese tipo de personas que instiga a conocer, con el aura misteriosa de que esconde algo genial, aunque puedo asegurar que no disimulo nada extraordinario. Creo que se refieren a mi innata timidez, o a mi recelo.
Nunca tuve una novia de larga duración. Natalia, una chica de Zaragoza que estudiaba farmacia en Madrid fue la que más se acercó. Tuvimos citas intermitentes durante algo más de un año, pero nunca cuajó. Nos conocimos en una fiesta universitaria donde yo, en mis intentos de integrarme en la vida estudiantil, había bebido como unas veinte cervezas y al principio me encontró tan divertido que accedió a dormir conmigo, para cuidarme en mi borrachera, dijo. Desde entonces comenzamos una relación más sexual que de amistad. En realidad creo que nunca le acabé de caer bien, era demasiado soso para ella, aunque disfrutaba mucho conmigo en la cama, y eso la hacía llamarme una vez por semana. Supongo que el chico rubio que paseaba con ella por la Gran Vía un día de marzo había conseguido superarme. Después de Natalia todo había sido demasiado efímero. Hasta ese día tomando pintas con Jeremy en The Old Windwill podía asegurar que nunca me había enamorado realmente.

- ¿Y quién es la última? ¿Anne? Claro que es Anne, hay algo entre vosotros, confiesa –dijo con marcadísimo acento inglés-.
- No, no es Anne, no es nadie, no te lo voy a contar y por qué no hablamos en inglés.
- Claro que es Anne. Tengo que practicar mi español. Es Anne, está buenísima. Son of a bitch.

Sí fue Anne. Una chica morena, alta y con unos preciosos ojos verdes. Una alumna ejemplar, sus notas eran excelentes, sus trabajos casi publicables. Me pidió una tutoría para tratar como abordar el estudio de un pasaje de El resplandor de la hoguera de Valle-Inclán, y tras una reunión en mi despacho dónde hablamos de música, de comida vegetariana y de viajes en barco, pero de Valle-Inclán ni una sólo palabra, me invitó a que le preparara la cena esa noche, oferta a la que acepté encantado. Antes fueron Jess y Colette. Era todo mi bagaje. Jess era pecosa y con la piel blanquísima. Estaba claro que no le gustaba, pero su modo de pasar curso no era exactamente el de encerrarse en la biblioteca. Cuando en los claustros de profesores sonaba el nombre Jessica Fields, carraspeos y miradas de reojo era la música ambiente. Colette era la fundadora del club de literatura del campus. Morena, su madre era de Biarritz, con los labios finos y los ojos achinados, poseía el don organizativo e incansable de las nuevas generaciones. Me pidió ayuda para configurar una serie de libros escritos en español para incluirlos en la sección de recomendados en su recién estrenada página web. Bastó un par de cafés y un paseo por Foleshill Park. No era alumna de mi clase, así me ahorraba tener que disimular delante de mi auditorio, era guapa, inteligente, enérgica y voraz en la intimidad. Cursaba su último año, por lo que la relación después de unos cuantos meses podría dejar de ser más o menos clandestina. Pero la rechacé, dejé de contestar a sus llamadas y me escabullía de las citas alegando el tiempo que consumía mi tesis.
Es curioso, siempre me he planteado en que baremos medimos la atracción. En muchas ocasiones me he encontrado con mujeres que se presuponen atractivas. Mujeres altas, de gran fortaleza aparente, capaces de quitar el aliento con una mirada, en definitiva mujeres por las que cualquier hombre estaría encantado de perder la cabeza. Yo jamás me sentí atraído por la femme fatale de turno. No tenía ningún gusto en especial, es decir, no sentía predilección por las rubias o las morenas, no me importaba en absoluto su talla de sujetador y menos aún el color de sus ojos. Simplemente me dejaba guiar por mi intuición. Si una chica llama mi atención en un momento concreto no me planteo que características reúne y por qué han hecho saltar la alarma. Sencillamente me gusta. Entras a un restaurante y puede estar sentada con su pareja tomando una ensalada milanesa, o en el autobús leyendo un libro, o sentada en clase, con las chapetas enrojecidas intentado seguir con su bolígrafo la explicación. Quizás sea un gesto, un movimiento involuntario realizado en un tiempo concreto. No lo sé, pero siempre quise saberlo, entender qué es lo que tienen algunas mujeres para hacer que la fuerza de mis piernas se instale en mis sienes.
Tras la cuarta pinta, Jeremy y yo estábamos visiblemente achispados, por decir de una manera suave que estábamos completamente bebidos. En un momento, mi acompañante se levantó para ir al servicio, era la sexta vez que iba, me llevaba una de ventaja. Al levantarse de la silla casi tropezó con la mesa y poco faltó para destrozar los vasos contra el suelo. Riéndome de la situación me recliné hacia atrás mirando como llovía por la ventana, algo cotidiano en Coventry, y sobre todo, en abril. Al menos el frío en esa época del año era muy soportable y el viento había bajado la intensidad que había tenido ininterrumpidamente durante todo el invierno, pero aún así, no paraba de llover. Y si bien es verdad que los días soleados son muy agradecidos por esas latitudes, y sobre todo para alguien del sur como yo, nunca la lluvia supuso un problema para mí, no me entristecía, más bien todo lo contrario, en ciertas ocasiones me animaba y me ayudaba a dormir. Una luz iluminó el cristal por el que miraba y me despertó de mi letargo justo cuando Jeremy se incorporaba de nuevo a la mesa.

- Termínate esa, y nos tomamos la última, invito yo.
- ¿Más cerveza? –contesté, tragando saliva-. No, por favor, estoy borracho, muy borracho. Además estoy cansado, esta semana he dormido poquísimo, estoy trabajando mucho.
- Vamos, es viernes, y son sólo las diez. Come on! –agitando arriba y abajo sus manos-.
- Está bien, pero al menos déjame tomarme ésta con tranquilidad, esto parece una carrera.
- Hey, look at this! –dijo con los ojos desorbitados mirando hacia la puerta de entrada mientras poco a poco se iba levantando de la silla.

Cuando miré hacia atrás pude ver a dos chicas que intentaban desembarazarse de sus respectivas chaquetas empapadas por la lluvia. Vestían tejanos ajustados y jerséis de lana de cuello alto. Una de ellas llevaba el pelo muy corto moreno, la otra tenía el pelo oscuro y largo. Entraron sin mirar a nadie, directamente hacia la barra donde pidieron dos pintas de cerveza y tras un par de largos tragos no comenzaron a hablar. No eran inglesas, era evidente. Estaba mirando la nariz de la chica del pelo largo cuando me sorprendí en mi propia indiscreción y desvié la mirada hacia delante, en busca de mi compañero de cogorza de esa noche cuando descubrí que no estaba. Tras una panorámica a la taberna lo encontré hablando español con su torpe acento inglés con la chica del pelo corto. Mi cara de sorpresa debía emitir algún tipo de señal inaudible, pero eficaz, porque los tres me miraron al unísono mientras Jeremy me hacía gestos con las manos para que me acercara a ellos. No tuve más remedio que levantarme e ir hacia al mostrador.
Eva y Cristina eran dos españolas que llevaban desde octubre viajando por el mundo a bordo de los coches que alquilaban en los países donde se encontraban. Habían estudiado veterinaria en la Universidad de Córdoba, y desde que se conocieron en primer año estaban planeando el viaje que estaban llevando a cabo. Se propusieron recorrer países que, por alguna razón, siempre habían querido visitar. A esas alturas ya habían estado en Rusia, dónde fueron para conocer el frío extremo, en Túnez buscando el mejor hachís, en Chile haciendo rutas por la cara oeste de los Andes, en Israel viviendo la Navidad en Tierra Santa y de paso hacerse una visión real de la causa palestina, en Portugal descubriendo el arte vinícola del Alentejo, en Nueva Zelanda por aquello de que está justo en el otro extremo del mundo de sus casas y en Estados Unidos, exactamente en Alaska, para cruzar a pie el estrecho de Bering. En abril se encontraban en Inglaterra, por pura cuestión musical, siempre habían pensado que el Britpop era producto del clima y querían experimentarlo. Eva era la del pelo corto, su rostro parecía inmutable ante las continuas bromas de Jeremy en su español correctamente marcado, sonreía de vez en cuando entre trago y trago a su pinta. Cristina era la del pelo largo, hablaba más que su compañera de viaje y reía a carcajadas cuando Jeremy levantaba las manos contando el día que cayó del yate en el que había pasado el verano último junto a unos amigos de Oxford. Al principio pensé que no le hacía gracia nuestra compañía, el asalto de Fallen fue demasiado brusco e intenté disculparme a Cristina, pero ella, que se estaba divirtiendo con las anécdotas de Jeremy, me cogió del brazo y me dijo suavemente que no me preocupara, que era una suerte conocer a un español y su colega inglés. Fue ahí cuando saltó la alarma. Me quedé mirándola mientras ella hacía gestos con su cara siguiendo el relato de Jeremy e intenté descubrir que tenía esa chica española que conocí hace media hora que me estaba haciendo delirar. A esas alturas ya tenía claro que no permitiría que se fuese de Coventry al día siguiente, como tenían estipulado en su hoja de ruta.
Conseguí que Cristina se centrara en mí, gracias a la ayuda de Jeremy, que rápidamente leyó mis gestos con la mirada y empezó a hablar más débil y siempre enfocado a Eva, que casi sin quererlo se encontraba con dos pintas encima y sospechosamente atraída por ese leñador escocés que nació en Dover. Cristina me contó muchas experiencias vividas en los últimos meses, me dijo que al contrario de lo que podían pensar, no era tan caro realizar un viaje así, que Eva era la mejor compañera que se podía tener cuando decides patear la Tierra, que en todos los lugares donde habían ido encontraron españoles, cosa que no le sorprendía en absoluto y que este viaje había sido la mejor idea que había tenido nunca. Yo le conté mí aburrida estancia en la Gran Bretaña, que ojalá pudiese tener un repertorio de acontecimientos, pero que tristemente mi naturaleza ciertamente miedosa sólo me había permitido viajar a Londres años atrás y bastante duro fue en su momento. Me relató cómo habían temido por su vida cuando su coche se detuvo en algún sitio entre Novgorod y Kazan cuando la temperatura fuera era de veintisiete grados bajo cero, cómo se mueve la tierra en Chile cada diez minutos o cómo es atravesar el Bering forrados hasta los ojos con ropa térmica. Hablaba y hablaba y sentía decaer, era en ese momento absolutamente preciosa y definitivamente la sangre de mis piernas me taladraba las sienes. Intenté hacer un par de chistes, pero notando el poco éxito que tuvieron decidí callar y asentir, sonreír cuando ella lo hacía y reír a carcajadas cuando ella reía. Le pregunté dónde tenían pensado dormir esa noche, me respondió que en el coche, de eso nada, esa noche se quedaban en casa, podían cenar algo caliente, tomar una ducha y descansar en un colchón. Sorprendentemente ella accedió casi sin rechistar. Todos nos tomamos una última pinta después de que el tabernero hiciera sonar la campana y ya muy ebrios, tras recoger de su coche una ropa de muda, nos fuimos a casa caminando bajo la lluvia.
Vivía no demasiado lejos del Pub, pero llegamos empapados. Las chicas entraron en el baño juntas y tomaron una ducha caliente mientras nosotros descorchábamos una botella de vino blanco gaditano que conservaba de la última vez que vino mi hermano a visitarme, preparamos una ensalada y unas pizzas congeladas en el tiempo que emplearon en acicalarse. La cena nos sentó de maravilla y tras acabar con la botella de vino y abrir la de Jack Daniel´s, y de la que sólo Jeremy bebió, el silencio empezó a instalarse en la habitación, cosa que empecé a agradecer tras tanto trajín.
No recuerdo demasiado bien lo que nos dijimos. Tampoco me hizo falta mucho para saber que estaba a punto de dar un vuelco a mi vida. Unos cuantos días atrás había leído algo que había llamado mi atención. Un científico llamado Stanley H. Ambrose, de la Universidad de Illinois, había propuesto una teoría en 1998 en la que aseguraba que el curso de la humanidad había sido modificado drásticamente por la erupción de un supervolcán en el Lago Toba, al norte de Sumatra, del que había rastros de su explosión todavía hoy en lugares relativamente lejanos como India. El fenómeno conocido como “cuello de botella de población”, había reducido drásticamente la población mundial a menos de diez mil parejas reproductoras. La superexplosión habría dado lugar a la formación de un invierno volcánico que en sólo siete años habría acabado con toda la población humana del planeta excepto a una pequeña especie de la que todos provenimos. Todo ocurrió hace unos setenta mil años. Según Ambrose, los humanos actuales somos una especie joven surgida por un capricho de la Tierra. Mi experiencia me dice que las cosas suceden de repente, en una milésima de segundo todo tu universo puede expandirse hasta el infinito o contraerse hasta desaparecer.
Cristina durmió conmigo esa noche, y las siguientes setenta y ocho noches que trascurrieron hasta que juntos embarcamos desde Londres rumbo a Madrid. Eva siguió su viaje en solitario. Jeremy estuvo recordándome su noche con Eva durante el resto del curso, dándome las gracias por algo de lo que yo no tenía nada que ver. Después de todo lo sucedido, quizás no fue la mejor idea volver, pero hay aspectos inevitables. Cuando supervolcanes explotan es difícil salvarse.

No hay comentarios: